El sol brillaba a pleno y los pájaros cantaban. Es como si la naturaleza hubiera decidido brindar la escenografía perfecta para acompañar la jornada repleta de emociones que vivió ayer el Pequeño Cottolengo Don Orione. Tras 35 días marcados por la angustia y el dolor, las buenas noticias al fin llegaron al hogar: 52 pacientes superaron la covid-19. Las rejas de hierro fueron abiertas para recibir a las autoridades del Ministerio de Salud Pública y despedir, luego de una guardia que parecía sempiterna, a los trabajadores del establecimiento que se habían aislado -de forma incondicional- junto con los 81 residentes para cuidar de ellos.
A las altas médicas le siguieron los reencuentros. Uno de los momentos más emotivos ocurrió cuando Dolores Concha, una de las auxiliares que atendió sin descanso a los internos, pudo volver a abrazar a Joaquín, su esposo. La historia detrás de la pareja es excepcional: se casaron hace tres meses, y el aislamiento de Dolores ocupó un tercio de ese tiempo. Además, ella no estaba trabajando en el Cottolengo aquel fatídico 23 de agosto cuando se activó por primera vez el protocolo por coronavirus. No, Dolores dejó su casa bien supo de la situación y accedió con un “sí rotundo” al cuidado de los pacientes. Lo mismo hizo aquel entonces su colega Valeria Sánchez.
“Mi alta es una más entre las tantas. Esto ya está pasando. Los chicos me dieron todo lo que soy y todo lo que tengo. Me vine con amor a aportar mi granito de arena”, contó entre lágrimas y aplausos. Joaquín, a los gritos, aguardaba por ella tras el enrejado. “¡Cuídense mucho!”, remató.
El primer contagio se confirmó el 25 de agosto. A partir de entonces, se montó una especie de hospital modular en el Cottolengo y se separó a los residentes en cuatro hogares según su cuadro clínico. A la semana, ya eran 56 los casos positivos de covid-19. Las alertas eran máximas porque la mayoría presentaba comorbilidades. “Los trabajadores que se aislaron junto con los pacientes nos ayudaron mucho ya que los conocen a fondo”, dijo la doctora Dive Mohamed, una de las referentes del Siprosa en el establecimiento.
“Crear un ‘área limpia’ para los residentes con diagnóstico negativo fue clave para la contención sanitaria -ahondó la médica emergentóloga-. Tuvimos 13 derivaciones de residentes, de los cuales cuatro lamentablemente fallecieron. Podemos afirmar que evitamos un gran desastre. No ganamos la guerra, pero sí una batalla. Ahora trabajamos para que no haya un rebrote”.
“Me abandoné a Dios”
Natalia Zárate, coordinadora de los hogares, vivió con entrega absoluta los 35 días de aislamiento dentro del Cottolengo. Incluso, se contagió de covid-19 y, aunque su cuerpo le pedía cama, permaneció dispuesta para atender a los pacientes. “Si decidíamos irnos, ¿quién se quedaba con ellos? Hubo días enteros sin dormir. La mayor angustia era verlos subir a las ambulancias sin saber si volverían”, relató.
Zárate asegura que su fortaleza para aguantar la situación fue la fe. “Me abandoné a Dios y le pedí que nos cuide de todo lo malo de este virus. Contenerse las lágrimas frente a los residentes fue difícil. Nos aislábamos para contener la angustia”, rememoró.
Graciela es una de las auxiliares que permaneció en los hogares. Ella también se contagió, pero nunca tiró la toalla. “Ver partir las ambulancias fue duro. ‘No me dejes ir, mami. Yo estoy bien’, nos decían. No sabían que estaban enfermos y luego empeoraban”, contó y explotó en llanto. “Dios nos ha elegido para quedarnos. Nuestro trabajo es servir con el amor que ellos nos dan”, agregó.
La ministra de Salud, Rossana Chahla, evaluó la situación en el lugar tras las altas. “Ha sido un trabajo en familia. Fue extraordinario, con solidaridad, compromiso y pasión. Teniendo en cuenta las comorbilidades de los internos, este es un modelo de acción exitoso -exteriorizó-. Siento mucho orgullo y agradecimiento; se han reunido grupos humanos con los mismos valores”.