En una buena lista de regalos para el Día del Niño no pueden faltar: retazos de felicidad plena (cuanto más extensos, mejor), abrazos/besos, compañía, comprensión, paciencia, empatía, respeto, atención, alegría y todas las expresiones de cariño que puedan imaginarse. Todo esto es gratis y, además, vuelve potenciado. Los obsequios son bonitos y a los chicos les brillan los ojos, hasta encandilar, mientras rasgan el papel de colores. Sabemos que esa fascinación por el juguete reluciente es pasajera, pero de todos modos nos sentimos en la obligación de comprarlo. El amor, en cambio, no queda arrumbado en algún rincón. Va y viene de mil maneras.

Los niños decodifican la pandemia a su manera. Llevan meses intentando comprender una realidad que ni sus padres consiguen descifrar. Se adaptaron a nuevas rutinas sin saber muy bien por qué ni hasta cuándo ni para qué. Si el coronavirus tomó por sorpresa a la humanidad, en el caso de los chicos ese efecto se multiplica porque la información que reciben es fragmentaria y subjetiva. No está pensada ni formulada para ellos, así que depende del filtro familiar. El miedo, el dolor, el sufrimiento y la muerte conforman un territorio al que los niños -por más preservados que estén- acceden por las rendijas del capullo hogareño. Miran a través de esas costuras y saben que hay un algo acechante y peligroso, capaz de haber puesto al mundo patas para arriba. Un algo del que es necesario cuidarse. Incorporaron nuevas palabras a su léxico y nuevos elementos a su facultad de razonamiento.

El Día del Niño en pandemia es tan extraño como este año de pesadilla. Un Día del Niño íntimo, muy posiblemente lejos de abuelos, tíos o padrinos, casi introspectivo. Sin cines, circos ni teatros. Sin salidas en grupos, sin bandadas de primos, sin compañeros de jardín o de escuela. Un domingo difícil de olvidar, como será difícil de olvidar cada circunstancia que fue deparando 2020. Pero nada de esto debe ser sinónimo de tristeza. Los chicos, en su infinita capacidad para reinventarse, disfrutan con mucho menos de lo que solemos suponer.

Es cuestión de imaginar un mundo conducido por niños. Nos enseñarían que los rencores duran poco. No nos amenazarían y sólo soltarían alguna manifestación de violencia al sentirse amenazados. Ese mundo tendría seguramente algo de injusto, porque los chicos quieren todo cuanto antes y se abrazan a eso, pero sus dislates y sus pleitos encontrarían paz en la sentencia del diálogo o en la dulzura de un caramelo. La sabiduría de los niños no admite peleas largas porque tienen olvidos cortos. Tal vez deberíamos mirar más a los chicos que ya están escribiendo el presente para aprender a no padecer esta realidad ya incordiada. Es una buena lección que, de paso, enciende una alerta: de tanto mirar para el costado no estamos imaginando un futuro para ellos.

La crisis de la pandemia proporciona la oportunidad de mirar a los chicos desde otro punto de vista. Históricamente el Día del Niño se resolvía como un trámite: regalo, almuerzo familiar, en el mejor de los casos alguna actividad vespertina, e inmediato retorno a la rutina. A esperar agosto del año siguiente para repetir la fórmula. Y mientras tanto, sin decirlo pero seguramente articulándolo a su manera, los chicos vienen reclamando otra cosa. Primer paso entonces: prestarles atención a esos gestos que los niños no dejan de transmitir. Segundo: aprender a leerlos y asumirlos como necesidades. Tercero: satisfacerlos brindando todo el amor del mundo. Y así, con toda naturalidad, cada mañana será un nuevo Día del Niño.