Cuenta Carlos Quiroga, vinculado desde hace 50 años con la devoción a San Cayetano, que en alguna época “el barullo” comenzaba a la madrugada. Con jarros y con palos los fieles hacían tronar el portón de hierro exigiendo que les abrieran la parroquia. “Es que años antes la celebración del patrono del trabajo comenzaba a las 11 de la noche del 6 de agosto y se mantenía durante 25 horas. La gente venía a hacer la vigilia con reposeras y mate para aguantar toda la noche, hasta la procesión. Después, con la inseguridad todo fue cambiando, pero siempre fue una celebración con mucha gente y ruidosa. Ahora está lleno de policías. Ya dijeron que al primer lío, se cierra todo”, describe el ahora administrador de la santería de la parroquia.

La más ruidosa de la jornada, quizás, haya sido doña Haydée. Su agradecimiento al santo era casi desesperado al pie de las escalinatas de la iglesia, de su iglesia, que ayer estaba cerrada, vallada y custodiada. Durante la siesta sólo había un corralito para rezarle rápido al santo y continuar camino.

Adentro, amurallada detrás de las puertas de madera, el arzobispo de Tucumán, monseñor Carlos Sánchez y el párroco de San Cayetano, Savino Tapia, oficiaban la misa a la que Haydée no faltaba cada 7 de agosto.

“Nosotros con las madres hemos ayudado a levantar esta iglesia, hicimos locros y rifas para construir la nueva parroquia. Todo era bueno en ese momento, pudimos criar a nuestros hijos en este colegio y había mucha colaboración y respeto. Ahora todo está muy distinto”, describe Haydée, que prefiere no dar su apellido, habla pausado y deja incógnitas abiertas.

Cambiado sí, y mucho. La pandemia puso tapabocas a los fieles pero los dejó sin palabras ante una celebración en silencio, sin procesión ni multitudes, sin comidas al paso ni gritos de vendedores. “Comparado con otros años, sólo se veía esta tranquilidad en la misa de las 6 de la mañana. Esto no pasó nunca”, describe Jeremías Quiroga, que ayer se encargaba de desinfectarles las manos a los fieles que entraban a la santería.

La parroquia estuvo abierta desde la mañana, se cerró a la siesta para la misa “virtual”, transmitida en vivo por canales de aire y por redes sociales. Distanciados, unos cuantos devotos fueron a presenciar desde afuera el oficio, aunque no había parlantes ni pantallas gigantes. Nada debía llamar a la aglomeración. Aún así, la fe hizo su trabajo. “A agradecer por lo poco que uno tiene y a pedir por los que les falta todo”, resumió Teresa Arancibia.

LA GACETA / FOTO DE ANALÍA JARAMILLO
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