“Me equivoqué con el tema Vicentin. Creí que estaba mucho más asumida la situación de crisis, y que cuando anunciara que el Estado iba a ayudar a recuperar a la empresa iban a salir todos a festejar, porque estábamos recuperando una empresa importantísima en la Argentina”. Alberto Fernández, presidente de la Argentina.
El Presidente de la Nación ha admitido esta semana el desacierto en que incurrió cuando tomó la intempestiva decisión, el mes pasado, de intervenir la agroexportadora Vicentin mediante el decreto de necesidad y urgencia 522/2020, a la vez que anunciaba su expropiación.
No es usual que un jefe de Estado reconozca que se equivoca y admitir el yerro no deja de ser un gesto que enaltece y que, sobre todo, humaniza. Sólo aquello a lo que se asigna naturaleza divina está exento del error. Y lo divino y lo político marchan por carriles distintos desde que la Modernidad irrumpió en occidente.
En la manifestación del titular del Poder Ejecutivo, sin embargo, hay una serie de matices disonantes, que hasta llegan a relativizar la admisión del error.
La ley
La equivocación del Gobierno con Vicentin no es de naturaleza plebiscitaria, sino legal. Es decir, aunque el DNU del 9 de junio se hubiera convertido en fervor de multitudes, seguiría reñido con la Constitución.
“En ningún caso el presidente de la Nación puede ejercer funciones judiciales, arrogarse el conocimiento de causas pendientes o restablecer las fenecidas”, prohíbe el artículo 109 de la Carta Magna. Y resulta que Vicentin se hallaba en concurso preventivo de acreedores en el momento en que el titular del Poder Ejecutivo Nacional decretó la intervención.
Es cierto, el Gobierno anterior no es ajeno a la situación de Vicentin. Y todo indica que tampoco es inocente. La deuda de la firma con el Banco Nación se duplicó entre 2015 y 2019: pasó U$S 150 millones a U$S 300 millones. De ese dineral, U$S 87 millones corresponden a 28 créditos otorgados entre el 8 y el 26 de noviembre del año pasado, el mes posterior a los comicios. Fueron 28 préstamos en 18 días. El 5 de diciembre, la empresa que había recibido todos esos millones se declaró en cese de pagos. El ex presidente Mauricio Macri, el ex titular del Banco Nación, Javier González Fraga, y el ex titular del Banco Central, Guido Sandleris, están denunciados penalmente por la Unidad de Investigación Financiera (UIF) por presunto lavado de activos.
Especificado esto, aún si la Justicia nacional encontrara culpables a los imputados (una condena por corrupción contra un ex mandatario, ya se sabe, sería cuasi inédita en este país), ello no atenuaría, ni mucho menos habilitaría, que se transgreda una norma constitucional. Y resulta que el 522/2020 no riñe con una, sino con dos pautas de la Ley Fundamental. La segunda es el artículo 99, que para admitir que el Presidente emita disposiciones de carácter legislativo, como lo es un DNU, exige: “Solamente cuando circunstancias excepcionales hicieran imposible seguir los trámites ordinarios previstos por esta Constitución”. Vicentin, al estar concursada, tenía a un un juez interviniendo, a la AFIP como “parte” y a la Ley de Concursos y Quiebras impidiendo el vaciamiento de la compañía. No había ni necesidad ni urgencia para el decreto.
En este punto, la decisión del Presidente no sólo fue un error institucionalmente insalvable (la intervención hoy se encuentra judicializada), sino históricamente imperdonable. Frente a tanto impedimento normativo, el Gobierno apeló, dentro de la Ley de Expropiaciones, a una figura específicamente introducida durante la última dictadura militar para hacerse de los bienes de los desaparecidos: la ocupación temporaria anormal. Es tanta la vocación de saqueo de esa figura que el artículo 79 de la Ley 21.499 dice explícitamente: “La ocupación temporánea anormal puede ser dispuesta directamente por la autoridad administrativa, y no dará lugar a indemnización alguna”. Fue promulgada el 19 de enero de 1977 por el ex presidente de facto Jorge Rafael Videla, múltiplemente condenado por genocidio.
Aunque hubieran salido millones a copar plazas y parques para “festejar”, como anhelaba el jefe de Estado, las colisiones constitucionales y la reivindicación fáctica de una oprobiosa figura del derecho espurio, gestada durante la hora más oscura de la historia argentina, hubieran seguido estando ahí. En un decreto firmado por un Gabinete de la democracia.
La razón
Precisamente desde este vértice se puede advertir, aunque solapado, el segundo matiz de las consideraciones presidenciales acerca del error con Vicentin.
Si la equivocación está dada no por la naturaleza de la decisión oficial sino por la falta de algarabía popular, entonces el oficialismo nacional incurre en una confusión. No le es propia, por cierto: en el país y en Tucumán se la ha podido ver funcionar largamente. En concreto, es una falacia suponer que los votos dan la razón. Los votos confieren poder, pero no otorgan garantía de infalibilidad. Lo contrario es no aprender de la historia: el Siglo XX ha sido, en el Nuevo Mundo y en el Viejo Continente, un bestiario de quienes alegaban no equivocarse en nombre del apoyo popular. Los votos no dan la razón porque los pueblos han demostrado que ellos también se equivocan. Eso, por caso, insinúan los dichos del Presidente: él se presenta como quien estaba “recuperando una empresa importantísima en la Argentina”, pero la población no tenía “asumida la situación de crisis”.
La institucionalidad
Esto, ciertamente, conduce a un tercer claroscuro en el mensaje del mandatario.
El oficialismo no entendió que la calidad institucional sí le importa a la sociedad. En todo caso, no es la prioridad excluyente que exageran los radicales y los macristas de Juntos por el Cambio; pero tampoco es una banalidad de la derecha sin importancia para el pueblo, como minimizan algunos sectores del peronismo. Entre uno y otro extremo, hay una ciudadanía que tiene margen de flexibilidad para aceptar excepciones (lo prueba la cuarentena que el Gobierno estableció cuando había pocos casos, y que ahora levantará cuando los contagios y las muertes se han disparado). Pero que no está dispuesta a tolerar atropellos.
La demanda de “respeto a la propiedad privada” es, también, una metáfora acerca de que hay fundamentos sosteniendo un sistema que no se está dispuesto a resignar. Ni siquiera a negociar.
La grieta
Justamente, que la dirigencia (el peronismo, ahora; el macrismo y el radicalismo, durante la gestión anterior) tenga inconvenientes para descifrar a una sociedad que vive una realidad de matices, lleva al último bemol de las consideraciones presidenciales respecto de Vicentin. Queda expuesto que “la grieta” pasó de ser un instrumento para hacer política a convertirse en la paupérrima lógica de demasiados políticos.
La prédica populista ha demostrado ser, por el momento, uno de los recursos más eficaces en campañas electorales que se realizan en las fragmentadas sociedades contemporáneas. Hasta el punto de que el propio Donald Trump decidió ejercitarla para llegar a la Presidencia de los Estados Unidos. A modo de ejemplo, si dentro de miles de hogares tucumanos los miembros de una familia ni siquiera están de acuerdo acerca de la utilidad o no de la cuarentena; de la conveniencia o no de volver a clases presenciales; de la vigencia o no de las religiones; de si es mejor educarse en el sector público o en el privado; de si son preferibles las instituciones laicas o las confesionales; de si es mejor trabajar en el sector público o en el privado; y donde se sientan a la mesa simultáneamente pañuelos verdes y celestes; ¿qué debería decir el volante que un candidato mandase por debajo de la puerta para pedir el voto?
De un tiempo a esta parte, todos los discursos proselitistas sólo hablan de divisiones. Las campañas se concentran en lograr que el postulante plantee las fracturas, los “clivajes” que separen de manera tajante dos orillas, buscando que quede más gente de su lado. La cronificación de ese esquema, sobre todo en gobiernos de “campaña permanente”, ha dado lugar a que se gestione todo el tiempo planteando enfrentamientos irreconciliables.
En esos términos justificó el Presidente de la Nación, precisamente, la intervención de Vicentin. El Gobierno alegó que expropiaría la empresa en nombre de “la soberanía alimentaria”. ¿Y ahora? ¿Ya no somos más la Argentina de las rotas cadenas que grita “libertad” porque una empresa privada sigue siendo privada? ¿En qué nos convertimos? ¿El Guam austral? ¿Las Islas Cayman el sur?
Por supuesto, en la oposición no hay otra “cultura” política. El kirchnerismo plantó una grieta que el macrismo alimentó en lugar de cerrar, y el radicalismo viene de proponer la secesión de Mendoza porque no avanza una obra hidroeléctrica. Pero no se puede ensayar una “teoría de los dos demonios cavadores”, según la cual si la oposición “agrieta”, el oficialismo también puede hacerlo, o viceversa. Así como al oficialismo le asiste el derecho de gobernar, también le corresponde el deber no divorciar a la sociedad. Ningún programa ni ningún líder merecen como consecuencia de su propuesta ni de su obrar el antagonismo de su pueblo. No se puede gobernar “a cualquier precio” porque lo que tiene “cualquier precio” vale absolutamente nada. Sobre todo, con el agravante del escenario argentino, donde la dicotomía no es meramente excluyente, “A vs. B”, sino peligrosamente anulatoria: “A vs. No A”. Macrismo vs. Antimacrismo. Peronismo vs. Antiperonismo…
La opción
Si la intervención de una empresa de Santa Fe se va a llevar adelante en nombre de “patria o colonia” no sólo se están exacerbando odios de manera gratuita, sino que se está equivocando la naturaleza de un proyecto político. A los argentinos, en las elecciones del año pasado, los convocaron a las urnas para elegir un gobierno, no una revolución.
Si a esto se agrega que mientras la oposición concretaba el 20 de junio un“banderazo” para reclamarle al Gobierno respeto por las garantías constitucionales, y en el oficialismo ni “La Cámpora” salía a respaldar el DNU 522/2020, las conclusiones afloran por sí solas. La opción no es “Alberto moderado” o “Alberto radicalizado”, sino imperio del constitucionalismo (contrapeso entre poderes y vigencia de la ley, cuya primera fuente es la razón) o estado de excepción, en los términos de Giorgio Agamben: hay derecho plenamente vigente, pero no se lo aplica.
Tiene razón Alberto Fernández. Se equivocó con el tema Vicentin.