En el atardecer del 31 de enero de 2010, en Cartagena de Indias (Colombia), la casa de Gabriel García Márquez tenía las luces del patio encendidas de punta a punta. Todo indicaba que esa noche habría una fiesta. La casona de paredes color canela separada del mar por la histórica muralla de piedra abría sus puertas a los visitantes: escritores, poetas, bohemios, gringos, tanos, gallegos llegaron a la calle del Curato, frente al hotel Santa Clara, con la sonrisa ancha dispuestos a saludar al distinguido anfitrión. Gabito, como le llamaban sus más íntimos, aquella noche brindó varias veces, mientras los músicos cantaban vallenatos inflando con orgullo el fuelle del acordeón.
Era la última de las cuatro noches del Hay Festival. García Márquez y su esposa Mercedes Barcha habían dejado su casa del barrio Pedregal en México para ser anfitriones en Cartagena. La música, el brindis, y las comidas extendían las conversaciones, los abrazos, y las risas hasta que llegó la mala noticia. En Buenos Aires, a 5.300 kilómetros de Cartagena, la muerte se llevaba al gran escritor argentino Tomás Eloy Martínez. Mercedes atendió el teléfono de la casa, recibió la noticia y luego se acercó al oído de su esposo. Gabo hizo un silencio largo hasta que dijo conmovido: “era un cuate (amigo); el mejor de todos nosotros”.
El autor de "Santa Evita", la novela más traducida de la historia argentina, cumpliría hoy 86 años. En la Universidad de Rutgers (Nueva Jersey) trabajó casi 15 años en el Centro de Estudios Latinoamericanos de esa institución. Sus compañeros solían llamarlo "el escritor de la argentinidad". Por un tiempo, Tomás Eloy Martínez fue columnista de The New York Times y tenía su residencia en New Jersey, situada en el 431 de South 5th Avenue de Highland Park, donde disfrutaba hablar con sus alumnos graduados sobre su pasado en Argentina y su exilio en Venezuela. En esa casa, Martínez escribió las novelas El vuelo de la reina, El cantor de tangos y Purgatorio.
La propiedad era una típica construcción de los suburbios, de clase media, de dos plantas, en un barrio poblado de árboles, a menos de una hora en tren desde Manhattan. Blas Martínez, el hijo cineasta de Tomás Eloy, mostró escenas de aquella casa en un documental en el que aparecen los fotogramas más íntimos de la familia, titulado "Entre Perón y mi padre".
Eran tiempos en que Tomás Eloy Martínez compartía los días con su esposa Susana Rotker, una brillante escritora y ensayista venezolana. Siempre admiré su método de trabajo -decía Martínez-: rumiaba durante semanas un tema y lo sacaba afuera luego de golpe, en un día o dos. Esa mujer murió en un accidente en 2000. El fatídico 27 de noviembre dejó viudo al autor argentino y su ánimo cayó por el piso como un cristal hecho trizas. Un mes después, publicó un sentido homenaje a su esposa en el que escribió: habría dado todo lo que soy y lo que tengo por estar en su lugar. Me habría gustado verla envejecer. Habría querido que ella me viera morir.
En Rutgers University, los estudiantes de postgrado de literatura solían asediarlo con preguntas sobre libros y autores latinoamericanos. Sabían que a pesar de que era un hombre ocupado siempre estaba dispuesto a explayarse en interminables conversaciones en las que se colaban guiones de películas, música y, por sobre todo literatura, como si estuvieran forjando un ensayo oral sobre América Latina.
Lo conocí en Tucumán, donde había nacido y adonde regresaba cada cierto tiempo para visitar a los amigos, charlar con estudiantes de letras y ponerse al día de su terruño. Sin embargo, fue en Santiago de Chile, donde pude descubrir su lado más personal. En agosto de 2004, llegó a la capital chilena para hacer una de las cosas que más disfrutaba: impartir un taller de periodismo narrativo, organizado por la fundación que había creado su amigo Gabriel García Márquez. Una tarde, durante una pausa del taller en un coqueto hotel de Providencia, me buscó en un patio al aire libre. Apareció a hurtadillas como un ladrón y, en voz baja -casi en secreto-, me pidió un cigarro. Se supone que ya no fumo, dijo sonriente. Si hubiese sabido que seis años después se marcharía para siempre, se lo habría negado.
En aquella semana de encierro en Santiago de Chile fue cuando Martínez nos habló de la importancia de la firma. El único patrimonio del periodista es su buen nombre –dijo en el salón rodeado por jóvenes colegas de México, Bolivia, Ecuador, Guatemala, El Salvador, entre otros países-. Cada vez que se firma un artículo insuficiente o infiel a la propia conciencia, se pierde parte de ese patrimonio, o todo, agregó. Era la premisa que se convirtió luego en el primer precepto de lo que Martínez llamó El Decálogo del Periodista.
Disfrutaba hablar con jóvenes colegas de Latinoamérica. Al cumplir los 38 años, Tomás Eloy Martínez se había convertido en el más joven director de la revista Panorama (Editorial Abril, Buenos Aires). En la madrugada del 22 de agosto de 1972 ocurrió un hecho sangriento en la historia argentina en el que murieron acribillados 19 militantes de izquierda. Aquel episodio se conoció en Argentina como "la masacre de Trelew". Aquella semana, todos los diarios y revistas publicaron la versión del Ejército Argentino. En cambio, la revista Panorama fue la única que publicó un texto firmado por su director Tomás Eloy Martínez consumido por las sospechas sobre la masacre. "Un Estado que tiene fe en la eficacia de la Justicia no puede responder terror con terror. Cuando un Estado elige el lenguaje del terror, destruye todo lo que le da fundamento -instituciones, valores, proyectos de futuro- e impregna de incertidumbre la vida de los ciudadanos. La sangre de los prisioneros de Trelew -escribió- podría cerrar el camino hacia la democracia que el Gobierno ha prometido".
La escritora y periodista argentina Graciela Mochkofsky recuerda aquel episodio en su libro "Timerman, el periodista que quiso ser parte del poder". Es una rigurosa biografía de Jacobo Timerman y a la vez una radiografía sobre el ejercicio del periodismo argentino de los oscuros años sesenta y setenta. En esa obra, la autora detalla que el mismo día de la publicación de Tomás Eloy Martínez, el entonces influyente capitán de navío Emilio Eduardo Massera, que al año siguiente asumiría la jefatura de la Armada Argentina, llamó al dueño de Editorial Abril para exigir la renuncia del joven director. Dos días después -asegura Mochkofsky en su libro-, el 24 de agosto, Massera consiguió su propósito. Cuando Timerman se enteró del despido, lo llamó de inmediato. "Mañana entrás a trabajar en La Opinión", le dijo a Martínez, quien pidió tiempo para viajar a Trelew a averiguar qué había pasado realmente en la masacre en una base militar. Así comenzó a germinar lo que después iba a ser "La pasión según Trelew", un libro publicado al año siguiente, en 1973, que fue prohibido y luego quemado por los militares. Tres años después, en 1976, cuando se instaló la dictadura en Argentina tuvo que partir al exilio en Caracas, Venezuela, donde fundó y dirigió periódicos y continuó escribiendo reportajes, artículos y novelas.
Al recordar sus inicios en Tucumán, Martínez hacía una mueca con la boca que parecía disfrutar como un niño travieso. Nada me daba más placer, cuando publicaba mis primeros artículos en La Gaceta de Tucumán -decía-, que mi madre le dijera a mis hermanas: “tenemos que ir a misa a rezar por el alma de Tomás, que está totalmente perdida”.
Donde quiera que el día lo encontraba, Tomás Eloy Martínez solía repetir que sus demonios le exigían escribir una obra que pudiera reflejar los años de la dictadura argentina. "Escribo sobre lo que he vivido -repetía-; por eso quiero contar cómo era la vida cotidiana de los argentinos en la dictadura". Empezaba a sentir los achaques de la enfermedad, pero terminó de escribirla en su casa de Nueva Jersey. Se llamó "Purgatorio", la novela en la que el narrador es un escritor que vive en Highland Park y que, como el propio Martínez, sufrió el exilio durante la dictadura militar, el personaje también padece una grave enfermedad. Fue su manera de seguir adelante, de vivir como si la muerte nunca fuera a suceder, siempre con la computadora a mano como una manera de mantenerse aferrado a la vida escribiendo hasta el último día. Hoy hubiera cumplido 86 años.