El 6 de julio de 1816 fue una jornada significativa para el Congreso de las Provincias Unidas que sesionaba en Tucumán, y que tres días más tarde habría de declarar la Independencia del país. Presididas por el doctor Francisco Narciso de Laprida hubo dos sesiones, una pública y una secreta.
La primera no dejó de inquietar a los congresales. Debieron tratar la nota presentada por “varios ciudadanos de Buenos Aires”, quienes declinaban la conducción de las Provincias Unidas que hasta entonces ejercía su ciudad. Renunciaban, decía, “a la gloria de presidir”, como capital, “a las otras provincias”, reduciéndose a “una de las varias que forman la Unión”, con una “administración interior” fijada por ella misma. Aseguraba la presentación que se seguiría contribuyendo a “la defensa común” y que se acataba al Directorio. Quería terminar con “las continuas quejas y querellas” que acusaban a Buenos Aires de despotismo, “confundiendo el de los gobiernos con el de la ciudad donde residen”.
La sesión secreta tuvo por objeto recibir al general Manuel Belgrano. El vencedor de la batalla de Tucumán acababa de regresar de Europa, y los congresales esperaban con interés su versión sobre el eco de la revolución en aquellas lejanas tierras, y las “esperanzas” que se podía tener en una protección para el caso de contraataque español.
El acta sintetizó en cinco puntos el informe de Belgrano. La revolución había merecido “un alto concepto” al comienzo, pero había ido cambiando al advertir “su declinación en el desorden y la anarquía, confirmada por tan dilatado tiempo”. Entre tanto, en Europa se habían modificado las ideas vigentes sobre la forma de gobierno deseable: se asistía a un regreso de la monarquía, si bien “temperada”, al modo de Inglaterra. Así se la propiciaba ya en Francia y Prusia.
Opinaba entonces Belgrano que algo similar sería necesario para estas provincias: una “monarquía temperada” llamando a ejercerla a “la dinastía de los Incas, por la justicia que en sí envuelve la restitución de esta casa, tan inicuamente despojada del trono”. Consideraba que eso despertaría “entusiasmo general” en los habitantes del interior. Por lo demás, el general opinaba que si bien España estaba débil para atacarnos y para lograr aliarse a tal fin con Gran Bretaña, ello podía ocurrir si no cesaba la anarquía. Había, pues, que robustecer el ejército. Creía también que la llegada de tropas portuguesas al Brasil no ofrecía razones para inquietarnos.
La sugerencia monárquica de Belgrano distaba de ser una rareza. Es sabido que la propugnaban -aunque no estuvieran de acuerdo con lo del Inca- muchos otros congresales, e inclusive San Martín. En ese momento solamente los caudillos eran partidarios del sistema republicano. Por eso la posibilidad de la monarquía se siguió manejando, de diversas maneras y a través de gestiones diplomáticas que sería imposible detallar en este espacio (como las candidaturas sucesivas de los príncipes de Orleans, de Braganza, de Luca) hasta 1820. Ese año, la batalla de Cepeda y la caída del Directorio aventarían definitivamente tales propósitos. Ingenuamente, un grupo de nuestros próceres había pensado que un rey era el mejor resguardo contra la disolución de las Provincias Unidas en las contiendas civiles.