Suele definirse sarcásticamente al “sentido común” como al “menos común de los sentidos”.
El diccionario nos enseña que “el sentido común” son los conocimientos y las creencias compartidos por una comunidad y considerados como prudentes, lógicos o válidos. Se trata de la capacidad natural de juzgar los acontecimientos y eventos de forma razonable.
Claro que si escarbamos más hondo, desde las perspectivas de la filosofía, la sociología, la psicología, la semántica o la semiótica, nos vamos a embarrar largas horas en definir o en coincidir sobre conceptos que a simple vista nos parecen sencillos y corrientes, como por ejemplo qué entendemos por “prudentes”, “lógicos”, “válidos” o “razonables”.
Y es porque “cada cual tiene un trip en el bocho; difícil que lleguemos a ponernos de acuerdo”, como nos esclarecía Charly García en “Promesas sobre el bidet”.
Esta pandemia nos ha sacudido las estanterías del orden social como muy pocas veces antes en la historia.
Lo que está experimentando la raza humana es inédito, único a lo largo del relato universal, pese a que ya atravesamos por pandemias más virulentas, por guerras mundiales atroces, por conquistas brutales, genocidios, exterminios y holocaustos. Aunque todos acontecimientos que ocurrieron en contextos absolutamente diferentes.
La famosa Gripe Española, pandemia que mató a unas 50 millones de personas entre 1918 y 1920, y que no comenzó en España, sino que fue el primer país donde se denunció y se atacó el problema y de allí su nombre, en un planeta tan hiperconectado como el de hoy, quizás esa gripe hubiera matado a diez veces más personas.
Cuando explota el sentido
Ya es complicado coincidir en lo que entendemos por “sentido común”, pero este concepto termina estallando por los aires cuando ni siquiera los líderes de opinión del mundo se ponen de acuerdo. Donald Trump versus Xi Jinping, Angela Merkel versus Vladimir Putin, Jair Bolsonaro versus Alberto Fernández o, ya mucho más próximo, Juan Manzur versus Juan Manzur.
Ni siquiera los epidemiólogos, sanitaristas, economistas o politólogos más encumbrados, quienes a la postre son los que asesoran a los mandatarios, coinciden entre ellos.
Esto produce un efecto devastador en la psiquis de los seres humanos, que genera gran angustia, desorientación y promueve que las decisiones individuales y egoístas terminen imponiéndose por sobre las normas colectivas.
Es lo que en sociología se conoce como anomia, que es el estado de desorganización social o aislamiento del individuo como consecuencia de la falta o la incongruencia de las normas sociales.
El sociólogo y filósofo francés Émile Durkheim lo plantea sobre todo en dos obras: “La división del trabajo en la sociedad” (1893) y “El suicidio” (1897).
Allí dice que “la anomia es bastante común cuando el entorno social asume cambios significativos en economía, por ejemplo, ya sea para bien o para mal, y más generalmente cuando existe una brecha significativa entre las teorías ideológicas y valores comunes enseñados, y la práctica en la vida diaria”.
Es decir, entre lo que se dice y se hace, sobre todo cuando esa contradicción proviene de un gobernante, que por un lado ordena quedarse en casa, evitar las reuniones sociales, mientras que con sus acciones afirma lo opuesto.
Como el presidente Fernández, el jueves en Formosa y en Misiones, sin barbijo y a los besos y abrazos con todo el mundo. O aquí en Tucumán, las autoridades de los tres poderes violando la cuarentena de forma palmaria.
Lo individual por sobre lo colectivo
El premio Nobel en Economía Robert K. Merton definía a la anomia como el caos que se produce debido a la ausencia de reglas de buena conducta comúnmente admitidas, implícita o explícitamente, o peor, debidas al reinado de reglas que promueven el aislamiento o incluso el pillaje más que la cooperación.
Son situaciones que agravan los problemas de la inseguridad, de la desorientación de las personas, de la individualización y de la desintegración social.
En definitiva, la anomia prevalece cuando fracasa la regulación de las normas sociales y el concepto de solidaridad queda obsoleto, entonces se produce una desinstitucionalización por falta de valores normativos, falta de igualdad de oportunidades sociales, tanto en bienes culturales, económicos, religiosos o societarios que garanticen el progreso y el desarrollo.
En síntesis, según Durkheim, “la anomia implica la falta de normas que puedan orientar el comportamiento de los individuos”. Y esto perjudica principalmente a los sectores más carenciados, que frente a un escenario de anarquía cuentan con menos recursos para imponerse individualmente y para acceder a los medios de subsistencia y de progreso.
En la selva gana el más fuerte, nunca el más justo ni el más solidario.
En una situación de confinamiento y de parálisis económica las desigualdades se profundizan de forma alarmante, tanto en las posibilidades de movilidad, de provisión de bienes y servicios, de mayor o menor hacinamiento o incluso de acceso a los contenidos educativos, en un país donde la inequidad digital es extrema.
Los expertos anticipan que el mundo post pandemia será mucho más desigual, con millones de nuevos pobres y desempleados.
Esa disparidad de oportunidades en Argentina es mucho más profunda y en el norte del país esa profundidad no tiene fondo.
En ese contexto genera aún más impotencia y enojo ver la elocuente falta de sentido común de las autoridades provinciales y una preocupante carencia de propuestas creativas y superadoras.
Sin ingenio en la tierra de los ingenios
Tener iniciativa, ser imaginativos, marcar un rumbo con firmeza y liderazgo, es lo opuesto al estado de anomia.
Como por ejemplo en Nueva Zelanda, donde la primera ministra, Jacinda Ardern, propuso impulsar una semana laboral de cuatro días y declarar más días festivos y feriados como una forma de apoyar al turismo local por la crisis del coronavirus.
Ardern señaló que estas medidas podrían ayudarán a estimular a sectores de la economía paralizados y salvar al sector turístico mientras las fronteras siguen cerradas por las medidas de confinamiento.
La premier instó a empleadores y empleados a que piensen alternativas creativas, disruptivas, para recuperar una economía que está devastada.
No se entiende, para el caso, como en Tucumán sí se puede viajar amontonados en un colectivo, pero no puede haber tres o cuatro mesas en la vereda de un bar respetando la distancia social.
El centro de la capital es un hervidero como si estuviéramos en las fiestas de fin de año, lo mismo que los bancos y los centros de pago, pero la gente no puede salir a andar en bicicleta, a hacer deportes individuales o a tomar aire en una plaza.
La Policía arrestó ayer a cinco ciclistas en Tafí Viejo, bajo el delito de que “estaban paseando”.
La misma Policía que asesina ciudadanos y en vez de detener a deportistas debería estar controlando el moto arrebato que estrangula a la provincia. Al sentido común le dispararon en la frente. O por la espalda, como a Luis Espinoza.
Mientras la pérdida de puestos de trabajo no tiene freno por la parálisis comercial en distintos rubros, ¿dónde estaba la Policía cuando se hizo el concurrido asado de Uatre, que se extendió desde un sábado hasta un domingo, y hasta se publicaron filmaciones?
Cuando gobierna la anomia los privilegiados cuentan con más privilegios y los postergados pierden aún más derechos y las escasas posibilidades de progreso que ya tienen.
Violar la cuarentena es en sí mismo un absurdo, una contradicción, que acatan sólo aquellos que no tienen recursos y el poder para violarla.
El sinsentido común que promueve el gobierno nos invita, o más bien nos empuja, a que cada individuo se procure su propio sentido, en beneficio sólo de sí mismo.