Por Tulio Halperin Donghi

PARA LA GACETA - BUENOS AIRES

La angustia de Belgrano alcanzó su más alto diapasón en el invierno de 1812, cuando el derrumbe de la resistencia de las fuerzas de la Patria en el Alto Perú amenazó por un instante poner fin a la etapa más exitosa de su carrera militar, y así lo reflejan las dos cartas en que desde Jujuy, mal preparada para enfrentar a los victoriosos ejércitos peruanos, solicitaba urgentemente de Bernardino Rivadavia que obtuviese el envío en tiempo útil desde Buenos Aires de tropas y pertrechos.

En la primera de ellas, del 30 de junio, en que vemos ya a Dorrego actuar como el único auxiliar que goza de su entera confianza (“Dorrego va para instruir al Gobierno de todo, y él dirá a V. particularmente cuanto ocurre … la carta con buenas noticias que remito es de un particular, y no tiene fundamento por lo cual no debe publicarse en la Gaceta ‘para que no nos pillen en embuste’ pero ella ha venido a tiempo para que no se acoquine la gente, y en particular la indecente oficialidad que tenemos y de la que hay muy poco que esperar, por más que me empeño, de lo cual instruirá a V. Dorrego”) domina el tono quejumbroso con que Belgrano solía aludir a la tendencia de la opinión a hacerlo responsable de reveses debidos a errores ajenos:

“Siempre me toca la desgracia de buscarme cuando el enfermo ha sido atendido por todos los médicos y lo han abandonado; es preciso empezar por el verdadero método para que sane, y ni aún para esto hay lugar, porque todo es apurado, todo es urgente, y el que lleva la carga es quien no tuvo la culpa de que el enfermo moribundo acabase; bastante he dicho, bastante he hablado y bastante he demostrado por los estados que he remitido: ¿se puede hacer la guerra sin gente, sin armas, sin municiones, ni aun pólvora?”

La información incluida en la misiva siguiente, del 4 de julio -que mostraba a un Belgrano dispuesto por una vez a asumir plenamente la conciencia de sus propias limitaciones, aunque trasladaba la responsabilidad por las posibles consecuencias a quienes lo designaron en un cargo para el que él mismo se había proclamado incompetente-, debía también ella ser completada y ampliada verbalmente por Dorrego, cuyo rápido retorno solicitaba, “pues me hace falta y es muy interesante en este Ejército”. Y es en la relación siempre problemática que Manuel Belgrano mantuvo con quien fue su colaborador insustituible donde tanto Mitre como Paz creyeron encontrar la clave del enigma Belgrano, a través de dos versiones de un mismo episodio, incompatibles entre sí y que sin embargo apuntan en la misma dirección. La de Mitre, que desde luego sólo pudo conocerlo de oídas, lo evoca con inesperada precisión: Incorporado Dorrego al ejército, no tardó en dar motivos de disgusto al nuevo general en jefe. En una de las sesiones de la academia de jefes que presidía San Martín personalmente, y a las cuales asistía modestamente Belgrano como coronel del regimiento número 1, se trataba de uniformar las voces de mando. Belgrano por su calidad de brigadier general ocupaba el puesto de preferencia, siguiéndole Dorrego por orden de antigüedad. San Martín dio la voz de mando que debían repetir los demás sucesivamente y en el mismo tono. Al repetir la voz el general Belgrano soltó la risa el coronel Dorrego. San Martín, que no era hombre de tolerar aquella impertinencia, le dijo con firmeza y sequedad: “¡Señor Coronel: hemos venido aquí a uniformar las voces de mando!”. Y volvió a dar la misma voz como si nada hubiera sucedido; pero al repetirla nuevamente Belgrano, soltó otra vez la risa Dorrego. Entonces San Martín empuñó un candelero de bronce que había sobre la mesa que tenía por delante, y dio sobre ella un vigoroso golpe, profiriendo un voto enérgico, y con mirada iracunda dijo a Dorrego, sin soltar el candelero de la mano: “¡He dicho, Señor Coronel, que hemos venido a uniformar las voces de mando!”.

Dorrego quedó dominado por aquella palabra y aquel gesto y no volvió a reírse; y pocos días después fue desterrado a Santiago del Estero en castigo de su insubordinación. La versión que propone Paz agrega imprecisiones que lo muestran más cuidadoso de la verosimilitud, y otras precisiones que, como es habitual en él, buscan prevenir al lector contra la figura de Dorrego:

A fines de febrero de 1814 más o menos, llegamos a Tucumán, donde el nuevo general San Martín reorganizaba el ejército en los rudimentos de la táctica moderna, que hasta entonces no conocíamos. La caballería, principalmente, recibió mejoras notables, pues, como lo he indicado antes, estábamos en el mayor atraso y en la más crasa ignorancia. El general estableció una academia de jefes que se reunían las más de las noches en su casa, y estos presidían a su vez las de los oficiales de los regimientos, de modo que los conocimientos se trasmitían desde la cabeza hasta las últimas clases. En una de esas reuniones en casa del general fue que el coronel Dorrego se condujo poco convenientemente, lo que motivó su separación del ejército y expulsión de la provincia en el término de dos horas. Fue a esperar nuevas órdenes a Santiago del Estero, en donde se encontró después con el general Belgrano, a quien mortificó, mostrando muy poca generosidad y muy grande injusticia.

Y pese a ello ambos han contribuido por igual a plasmar la imagen de Belgrano que pervive en la memoria colectiva aún hoy y encuentra su clave en el vínculo que lo unía con quien lograba a duras penas contener el fou rire que le provocaba oír su voz mientras se desvivía por protegerlo con una afectuosa solicitud, nacida de la admiración que tributaba a esa víctima de un misterioso destino que hasta el fin iba a asignarle un papel comparable al de la última pieza de un rompecabezas que no encuentra modo de encajar en el único hueco que aún ha quedado libre.

Es el aval de Dorrego el que logra que una entera nación, envuelta hoy más que nunca en una despiadada guerra contra sí misma, se vuelva reverente hacia la memoria de Manuel Belgrano y reconozca en él a un héroe. Un héroe afectado por una suerte de anonimato -notorio en la dificultad de encontrar un único rostro entre sus muchos retratos-, lo que hace de él un prócer apropiado para este inhóspito tercer milenio, porque supo afrontar estoicamente el destino de quienes debemos vivir en un mundo que ha cesado de sernos comprensible.

© LA GACETA

* Publicado originalmente en este suplemento en 2014.