María Peralta todavía se acuerda de la otra vez en que vio a un Presidente. “Bueno, en realidad ya no era presidente, pero todavía estaba fortachón”, aclara mientras une las dos manos a la altura del hombro, con los brazos inclinados hacia el corazón. Hace, por supuesto, el típico gesto de Raúl Alfonsín, aunque sus 74 artríticos años no transmitan la fuerza del viejo líder radical. María vive desde que tiene memoria en un rancho a la par de lo que hoy es la Hostería Atahualpa Yupanqui, en Tafí Viejo. Ya pasó más de una hora desde que el presidente, Alberto Fernández, partió para Buenos Aires; pero ella y su esposo, Pedro Rearte, de 60, continúan emocionados. “A la noche, cuando llegó, sacó la mitad del cuerpo por la ventana de la traffic y nos gritó que nos quería mucho”, cuenta, exclama, se entusiasma Pedro, que tiene la cara redonda y la piel morena.
“Y yo que soy tan patriótica -lo interrumpe, se ríe, acapara la atención María-. Si se hubiera quedado hasta el mediodía, ahí nomás me habría puesto a armarle las empanadas”. A las cinco de la tarde del jueves, cuando le rumorearon que Fernández quizá dormiría en Tafí Viejo, María se puso manos a la obra: enrolló una bandera argentina alrededor del gran árbol de su vereda y colgó una wiphala en la esquina, al final de la cuesta que lleva a la hostería. Ella tiene rasgos diaguitas, arrugas en la frente y las mejillas, una sonrisa imborrable en el rostro: “¡ay! ¡Qué alegría! ¡Gloria a Dios! ¿Puede creer? ¡Nos habló el Presidente!”.
“Hace 35 años que nos casamos y me mudé aquí con ella -relata con nostalgia, abraza a su mujer Pedro-. Aquí se respira aire puro y eso le debe haber hecho mucho bien al Presidente”. Alrededor suyo dan vueltas sus tres perros: ladran y juegan, muestran los dientes que a él le faltan. María y Pedro son, según dicen, las dos últimas almas vivas originarias de esta zona. Pero no son los únicos taficeños que están contentos por haber visto al jefe de Estado. Dentro de la hostería, mozos, recepcionistas, cocineros y empleadas de limpieza también terminarán el día con una historia para, en el futuro, contarles a sus nietos.
En todo caso, para Luis Arrébola no fue una primera vez. A los 54 años, este mozo recuerda que conoció al ex presidente Néstor Kirchner y la reina Máxima Zorreguieta hace ya más de 10 años, cuando vivía en Jujuy y trabajaba en el Hotel Altos de la Viña. “Él es el que más experiencia tiene y confiamos mucho en sus consejos”, lo halaga su compañera Romina Díaz, de 31, también moza. Aunque no son peronistas, los dos opinan que el líder del justicialismo es un tipo simpático. Él se enorgullece cuando jura que la gente de ceremonial casi no les dio instrucciones; ella se sonroja cuando rememora los gestos amistosos del presidente y baja la voz cuando le preguntan cuánto comieron los funcionarios. “La verdad es que medio que se empacharon: les servimos empanadas, humitas, asado, ensaladas y de postre dulces regionales”, revela, se divierte, se ríe Romina. También había vinos tucumanos, pero Fernández no los probó; en cambio, prefirió gaseosa de pomelo, según le confía Luis a LA GACETA.
Por su parte, Claribel Luque tiene solo 28 años (“ay, ya casi 29”, se espanta) y entró como recepcionista hace unos meses. Hace un rato fue la encargada de abrir el libro de visitas para hacérselo firmar al primer mandatario. Cuando le toca describirlo, ella va un poco más allá que los demás: “es una persona muy sencilla, de esas que te transmiten paz”.
Pero en los alrededores de la hostería no todos dan la bienvenida. Algunos vecinos que prefieren no decir sus nombres se quejan por las calles cortadas y la cantidad de policías. “Pero, bueno, al fin y al cabo fueron solo unas horas”, lo piensa mejor uno. “Me parece una irresponsabilidad que hayan venido desde Buenos Aires, donde hay tantos casos de coronavirus”, protesta otro.
Todos estos diálogos ocurren a las 10 de la mañana, cuando Fernández ya se ha ido. También se han ido la lluvia y la neblina. Sin embargo, cuatro horas antes, cuando aún es noche cerrada y todavía hay agua y frío, Víctor González y Jorge Aguirre, de las cooperativas Trece y Desafío, se acercan hasta el portón de la hostería. A ellos no les importa helarse ni mojarse: tiritar habrá valido la pena si consiguen acercarle una carta al Presidente. En ella le ruegan que el Ministerio de Desarrollo Social de la Nación les pague sus sueldos, porque, según denuncian, no cobran desde diciembre. Después de que un custodio se lleva el sobre y les promete entregarlo, se retiran satisfechos. “Nos tiene que solucionar el problema -sentencia Víctor con el firme tono de los que no han perdido la fe-. Porque para eso tenemos un presidente peronista, ¿no? Para que solucione los problemas de los trabajadores”.