El de Marco Avellaneda y Mendoza (foto) es uno de los baldíos más grandes dentro de las cuatro avenidas. Gigantesco. Hace unos días abrieron los chapones que lo circundan para limpiarlo. Tirar toda clase de cosas en ese rectángulo de malezas enclavado en la periferia del centro es un deporte que los tucumanos practican con entusiasmo. Por encima de la cerca suelen volar cacharros o cubiertas destrozadas, material que alimentado por un poco de agua se convierte en lujosas residencias del Aedes aegypti. Una iniciativa del bloque Vamos Tucumán (Concejo Deliberante de la capital) propone aplicar multas significativas a los dueños que se desentienden de sus terrenos ($ 200 por cada metro cuadrado de superficie). Son miles de pesos para los propietarios de grandes espacios. La letra con sangre entra.
El proyecto de ordenanza es idéntico al establecido en ciudades tan lejanas y distintas como Posadas y Neuquén, incluso en el valor de las multas, que llegan hasta $ 60.000. En fin, que no sea original no le quita valor a la iniciativa. La cuestión, como siempre, pasa por la capacidad del municipio para hacer efectivo el poder que le confiere la ley. Una pregunta: ¿pagará la Provincia por ese nido de alimañas que es el antiguo Conservatorio, en San Martín al 1.000? “Propiedad del Gobierno de Tucumán - No pasar” indican los carteles pegados sobre una fachada que se cae a pedazos.
“Estamos protestando hace más de 15 años por un terreno que está baldío hace más de 60 años y nadie toma cartas en el asunto. Son aproximadamente tres hectáreas sobre avenida Francisco de Aguirre, desde calle Muñecas hasta el pasaje Mauri. Foco de infección, criadero de mosquitos y escondite para los arrebatadores que asaltan a las personas que esperan los colectivos o circulan por la zona”, denunció el lector Armando Gómez en el foro de LAGACETA.com. En el acto, Gustavo Gil contó sobre el baldío de Mendoza al 2.200 y José Roldán aportó un caso fuera de la capital, en el barrio Portal de San Pablo. Todo a modo de ejemplo: sumando a San Miguel de Tucumán los municipios y comunas que lo rodean, los baldíos se cuentan por cientos.
Se sabe que muchos son botines a merced de esos juicios de sucesión condenados a seguir los tiempos vaticanos de la Justicia. En consecuencia, nadie se hace cargo. Invertir en el mantenimiento de un terreno que puede terminar en manos ajenas no les cuadra, por lo general, a los litigantes. Y mucho menos en el caso de empresas constructoras empeñadas en batallas tribunalicias. Esta es una zona gris en la que colisionan dos conceptos: el de propiedad privada y el de bien común. Lo inaceptable es que un yuyal se eternice con el argumento de que “los herederos están en juicio”.
Otra clase de problema
En Mate de Luna y Pellegrini la situación se había puesto más bien densa. La manzana de la antigua papelera está lista desde el año pasado para albergar una concesionaria de autos, pero la ochava noreste quedó fuera del vallado. En ese chalet funcionaron algunas sangucherías, hasta que la persiana se bajó por completo y la zona devino en refugio de okupas. La compasión generada por el drama de quienes carecen de techo terminó diluyéndose ante el comportamiento delictivo de esos moradores de ocasión. La esquina terminó convertida en una zona roja que los vecinos de Ciudadela evitaban a toda costa.
La solución implicó cortar por lo sano: demolieron parcialmente la casa, en especial los techos de las galerías. Lo llamativo es que la situación se prolongó durante muchas semanas, lapso de denuncias repetidas y poco escuchadas. Los okupas ya no viven allí, pero por más que la zona luce un poco más despejada, apenas cae el sol siguen detectándose algunos movimientos espectrales, así que la recomendación de circular con cuidado se mantiene. Al frente, detrás del mástil que saluda el ingreso a la Dirección de Obras Públicas de la Municipalidad, también se celebran reuniones de lo más variopintas después de la medianoche. Y eso que estamos en cuarentena.
El caso sirve como muestra de lo complejo y extendido que resulta el problema de los baldíos y de las propiedades abandonadas, tan antiguo e irresuelto como la ciudad misma, pero necesariamente enfocado en estos días porque la curva de contagios de dengue se niega a apuntar para abajo. Como explican los especialistas en varios artículos publicados en LA GACETA, al mosquito hay que atajarlo en su hábitat. Liquidarlo antes de que levante vuelo. Cortar la cadena reproductiva. Eliminar de un plumazo las larvas. La estrategia apunta a erradicar los focos que el Aedes aegypti utiliza como base de operaciones y los baldíos forman parte de ese ecosistema tan nocivo para la salud pública. Por caso, detrás del chalet de Mate de Luna y Pellegrini quedó un playón con escombros. Está un poco más limpio, sí, pero lo que se necesita son soluciones totales, no parciales.
La ciudad no duerme
Muchos se preguntaron por qué los municipios no aprovecharon la cuarentena, con la consiguiente caída del flujo de autos y de peatones, para poner manos a la obra en materia de obras públicas. La respuesta es que los recursos -económicos y humanos- también padecieron los efectos de la pandemia. La del transporte es una cuestión que pasa por otro lado y está ligada a una realidad incontrastable: así, como está, el sistema es inviable.
Durante estos meses, alejado del pulso de la calle, el ciudadano de a pie puede sentirse invadido por un efecto particular. Un distanciamiento de la vida urbana. Una pausa que pronto -para quienes todavía no están “flexibilizados”- seguramente llegará a su fin. Ese retorno a la jungla, y sin considerar con qué clase de “normalidad” seguiremos adelante, no deja de ser un shock. La ciudad no durmió a lo largo de la cuarentena, presenta las urgencias, las flaquezas y, por qué no, las virtudes de siempre. El desafío es volver a vivirla a pleno, tal vez con un poco más de comprensión y de buena voluntad. Ayudando a que luzca un poco mejor.