La penosa imagen de nuestros legisladores sesionando con el disfraz de gladiadores antivirus tuvo una llamativa repercusión en los medios nacionales, incluyendo a conocidos comunicadores, sobreactuando su enojo por el hecho.
Con críticas a la Legislatura podemos editar varios tomos. Pero tanta indignación por esa sesión parece desproporcionada. Obvio: no tiene explicación que le hayan acercado los barbijos a la Cámara en lugar de que ella los comprara.
Poco tino de los legisladores, buscando mostrarse activos en un momento en que nadie exigiría que sesionen, menos con el recuerdo de Ricardo Bussi esparciendo el virus generosamente en la sesión previa. Sesionar en la cuarentena con esos atavíos evidencia el abismo que los separa de la sociedad. Pero, nobleza obliga, no es sensato reclamarles a los legisladores haberse colocarse los adminículos sin una investigación previa de su origen, ya que se los proporcionó el cuerpo.
La pandemia deviene escenario de la desmesura del sistema de acoples y los aparatos clientelares que les son intrínsecos, al generar legisladores desconectados de la sociedad. El legislador que “proveyó” los barbijos da fe de ello: dueño reciente de un sanatorio privado, ingresó con un puñado de votos, poco representativos del medio millón de electores que votan en la capital, que en su mayoría ignoran el nombre de sus “representantes”.
La lógica del sistema evita que la Legislatura sea un cuerpo vivo, abierto a las demandas de la gente; y para ocultarlo se recurre a estas teatralizaciones, que terminan siendo útiles sólo para el discurso de la antipolítica, que ciertos intereses económicos alimentan.
La inédita situación de encierro que vivimos crispa ánimos y agudiza tensiones. A las penurias emocionales se suman las económicas, que aumentan la desesperación de las personas impedidas de obtener su sustento. Un clima de situación límite que suele hacer de la política, y de los parlamentos, la parte más delgada del hilo.
El Gobierno tiene una opción de hierro: flexibilizar el aislamiento para reactivar la economía, y que el virus recupere bríos; o sostener la necesidad de frenarlo, prorrogando la cuarentena. Al elegir el segundo camino, está obligado a asistir a los afectados de todas las formas posibles: subsidios y préstamos para la gente, moratoria para créditos bancarios, auxilio financiero y tributario a las empresas, etcétera.
Pero, ¿de dónde saldrán los recursos? Emitir sin límites puede tornar inmanejable la inflación.
Particularmente intranquilos están los sectores más concentrados del poder económico: son quienes más presionan para salir del aislamiento. Intranquilos porque pierden plata con sus empresas paradas, pero también porque cuando se habla de cómo se financia la emergencia, los miran a ellos.
En el Congreso avanza un proyecto para gravar por única vez a las grandes fortunas del país, listado que encabeza Paolo Rocca. Ello dotaría al fisco de unos U$S 1.500 millones. Como es obvio, la iniciativa ha provocado una virulenta reacción por parte de los potenciales contribuyentes del impuesto.
Así, el país de lo binario alumbra una nueva dicotomía: mientras la política exige a los poderosos un gesto solidario ante la emergencia, el contra-relato ataca a la política y a “su vocación por sacarle plata a los que producen riqueza y generan trabajo”. La pelea ya tuvo un primer round con con Techint suspendiendo a 1.500 trabajadores y el presidente Fernández tildándolos de “miserables”.
Mientras sube la tensión entre los empresarios que presionan para que se relajen la cuarentena y el gobierno que quiere parar el virus, los patéticos barbijos de los legisladores tucumanos terminan siendo funcionales, como otras veces, a los detractores de la política.