El problema de las inundaciones, con sus devastadoras consecuencias, tiene un origen multicausal. Cada uno de nosotros ha contribuido, por generaciones, a su profundización, con distintos niveles de responsabilidades. De la misma manera y en la misma proporción, en lo que a cada uno le toca, hay que empezar a salir porque el desequilibrio climático llegó para quedarse. Pero nada se soluciona si antes no se lo asume como un verdadero problema. Las grandes tormentas van a ser peores cada año y, como contrapartida, las ciudades y el campo están cada vez menos preparados para recibir el impacto. La capital crece en viviendas sobre la misma infraestructura de desagüe de hace más de medio siglo. El campo crece en cultivos, uno al lado del otro, en la provincia más chica del país, sin las debidas previsiones. Cada vez hay menos raíces que absorban el líquido y nadie atina a construir más canales o, al menos, a limpiar y mantener los existentes. El agua entonces corre enloquecida por los lugares que encuentra, que son las rutas y los caminos vecinales. Por eso tantas poblaciones quedaron incomunicadas después de las tormentas.

Sería justo que cada uno asumiera la cuota de responsabilidad que le toca. Sobre todo si pensamos que las consecuencias son peores para los que menos responsabilidad tienen, que son los vecinos de los pueblos rurales. ¿Qué más pueden perder los pobladores del sur de la Provincia? Cada están en peores condiciones sin que los organismos del Estado realicen los trabajos prelluvia en la proporción que exigen las actuales condiciones. Lo explicaba un agricultor damnificado, Patricio Díaz, que vive a la orilla de la ruta 336 en Gobernador Garmendia, Burruyacu, en la edición del 12 febrero de LA GACETA: “este año fue peor para nosotros porque perdimos todo nuestro sustento. El agua se llevó nuestras plantaciones de maíz, zapallo y sandía y mató a los animales que teníamos para la venta. Nos trajeron comida y agua, pero lo que realmente necesitábamos era que arreglen los canales”, lamentaba, sin perdonar al delegado comunal que se había desentendido de la situación.

El obispo de Concepción, monseñor José María Rossi, recuerda la encíclica “Laudato si” del papa Francisco en la que sostiene que el equilibrio de la naturaleza se ha roto por el sistema económico de producción y de consumo basado en la ambición, y no en el servicio a la comunidad. Como ejemplo pone la actitud de algunos productores que tapan los canales para sembrar más. “A lo mejor hay alguien que tiene unas hectáreas y cree que, por sacar un poquito de provecho, no va a perjudicar al mundo, pero resulta que el agua en vez de ir a los ríos termina en las casas de los vecinos y en los caminos. Los productores rurales deben ver qué está pasando con el manejo del suelo”, advierte en LA GACETA del 18/12/19. “Van a tener que ponerse las pilas para que los cultivos no perjudiquen, sino al contrario, sean capaces de contener el agua y no mandarla derecho para abajo”, agrega.

En las ciudades también se observa la falta de limpieza de los canales por lo que las calles se inundan como si no tuvieran desagües. ¿Qué ocurre con la tarea y la vigilancia del Estado? Monseñor Rossi dice: “si hay vecinos que tiran los residuos en un canal, antes de culpar a la gente habría que preguntarse por qué no pasa el camión recolector”. El Estado es el principal responsable de prever que cuando llueva la gente no se inunde, porque los que sufren las peores consecuencias son los más débiles de la sociedad.