Noticia de Vicente Barbieri

(1952)

En el parque de diversiones me esperaba el Desconocido. Estaba de pie, junto a la puerta de entrada. Su libro del mes de noviembre trasladaba todos los rostros a la penumbra.

“Me voy a lo de Barbieri”, le dije. “Usted es su amigo; puede acompañarme”.

El Desconocido hojeó el enorme tomo de las citas y respondió:

“Ya me he burlado bastante de él. No, nunca iré a visitarlo. Ninguna de mis anotaciones lo registra. Usted puede decirle que las otras veces le he mentido”.

Esa, pues, era la experiencia del misterio. Barbieri resucitaba siempre. Pero yo no le diría una palabra de aquel secreto. Iba a quedarse muy triste.

Cuando llegué a su casa, él estaba solo, en una esquina de la habitación, junto a los amigos maravillosos. Nolca tocaba las costas de su frente, ese borde lunar.

Entonces, Barbieri me habló de su soledad y de pequeños crepúsculos. Pero desapareció súbitamente. Un lejano compañero lo sustituía. Alguien debió soñarlo en ese instante.

Y ya no lo vi más entero, navegable. Sólo su alto contorno, la llama de sus pies, su voz elemental. Macedonio Fernández apareció y dijo:

“Todos conocen a Vicente cuando están muertos. Quién sabe dónde ahora aprieta él las manos del aire y sonríe”.

Barbieri quedó preocupado; quería desmentir todo eso. Habló de los vivos:

“Ardiles Gray, era delgada grieta… Galán, con su otra niña del asombro”.

Pero yo ya no le creía. Imaginé que a él tampoco le importaba sentirse descubierto. Que nada de eso destruía su tiempo de poeta.

Irma Ester había llegado. Inadvertidamente tocó la barba encendida de Endemión.

Y una apretada luz quedó danzando, absorta, entre las cosas.

No hemos hecho nada en Tucumán

(1968)

No hemos hecho nada en Tucumán, esto es lo cierto, y hay que apurarse a barrer la casa si no queremos que se la coman las hormigas. Nuestras escobas tendrán que arrasar con las lenguas largas, que nos hacen perder tanto tiempo y tantas buenas intenciones; tendrán que cortarles la cola a las envidias y las narices a la desconfianza. Ya hemos hablado mucho del prójimo y es hora de que lo dejemos tranquilo, de que empecemos a preocuparnos por nosotros mismos. Conozco pocos sitios en la tierra más generosos que Tucumán, mejor dispuestos a reconocer el talento de sus hijos. Pero es terrible que para ejercitar esas virtudes les exija morirse antes, o irse lejos…

Tucumán tiene ya más de 400 años. Está manso, achacoso y un poco triste. Quizá sea tiempo de que empecemos a quererlo sin mentiras.

La construcción de un mito

(1997)

Toda novela y todo relato ficticio son un acto de provocación, porque tratan de imponer en el lector una representación de la realidad que le es ajena. En esa provocación hay un yo que se afana por ser oído, un yo que trata de perdurar narrándose a sí mismo. Toda crítica es también una forma de autobiografía, una manera de contar la propia vida a través de las lecturas, ya no como provocación sino como interrogación. Ambas escrituras son a la vez profecías e interpretaciones del pasado, reconstrucciones del futuro con los restos del presente. Pero el discurso de la historia: ¿qué es? A diferencia de la ficción y de la crítica y a diferencia, sobre todo, del pensamiento filosófico, el discurso histórico no es una aporía: es una afirmación donde hay una incertidumbre, instala (o finge instalar) una verdad; donde hay una conjetura, acumula datos.

Pero la ficción y la historia son también apuestas contra el porvenir. Si bien el gesto de reescribir la historia como novela o el de escribir novelas con los hechos de la historia no son ya sólo la corrección de la versión oficial, ni tampoco un modo de oponerse al discurso del poder, no dejan de seguir siendo ambas cosas: las ficciones sobre la historia reconstruyen versiones, se oponen al poder y, a la vez, apuntan hacia delante.

Diario de una noche en Washington

(2002)

“¿Cuándo comenzó a caerse la Argentina?” La pregunta fue formulada por Peter Hakim, presidente del Inter American Dialogue, al anochecer de un jueves de octubre, en Washigton D.C. Estábamos en el comedor de uno de los grandes bancos internacionales de la ciudad, al que habíamos sido invitados para la cena junto a dos editores de The Washigton Post, el director de una revista neoyorquina de ciencias políticas, dos asesores económicos de gobiernos latinoamericanos -ninguno de ellos argentino- y los jefes de algunas fundaciones académicas… El anfitrión, presidente del banco donde estábamos, conjeturó que la ruina podría haber empezado con José Martínez de Hoz, en 1976, cuando el país multiplicó su deuda y transformó radicalmente la economía de producción iniciada en las primeras décadas del siglo XX en una economía de especulación financiera. Uno de los periodistas de The Washington Post, famoso por su rigor, dijo que si el elemento básico para ubicar la decadencia era el desplazamiento económico, entonces había que retroceder quizás hasta Adalberto Krieger Vasena, que fue quien introdujo los primeros rudimentos de ese modelo durante el reinado - ¿cómo, si no, podría llamárselo? - de Juan Carlos Onganía.

La conversación se extendió y, en algún momento, todos convinimos en que las causas eran ante todo políticas. Los factores externos no se podían dejar de lado (las ofertas de préstamos alegres a fines de los años 70 y a comienzos de los 90, por ejemplo, o las destructoras exigencias de acero del Fondo Monetario en estos últimos veinte meses), pero los inventarios de las contribuciones hechas desde adentro de la Argentina resultaron aún más desoladores.

Por un lado están los crímenes que yacen durante años sin encontrar culpables: los atentados contra la embajada de Israel y contra la AMIA -en el último de los cuales The New York Times inculpó a Carlos Menem-, las dos denuncias de corrupción en el Senado nacional, que acabaron con un vicepresidente y tal vez acaben con un corresponsal extranjero, pero que no le han quitado el sueño a ningún senador…

Alguien insinuó que tal vez la Argentina era gobernada por una sociedad de cómplices, poblada por funcionarios con algún vicio que ocultar y por testigos de esos vicios que medran callándose o confían en corregir los daños cuando estén arriba. Eso es verdad, dije, pero también es cierto que durante casi toda la democracia el país ha tenido que elegir entre un candidato malo y otro peor. En calidad intelectual, en honestidad y en vocación de servicio, los dirigentes argentinos están muy por debajo del promedio de la comunidad…

Todos nos marchamos de allí con la certeza de que a la pregunta de Peter Hakim le correspondían varias respuestas, y que cada una de ellas era verdadera…

Bazán

(2006)

... Tenemos que contárselo a la gente. ¿Cómo era que se llamaba?

No dio su nombre.

Se llama Nuestra Señora, para qué más. Voy a probar si es cierto que está llena de poder la mano que no tengo.

¿Cómo vas a dudar?, protestó el Monje. El que duda no ama.

Tenés razón, dijo Bazán. El que duda no ama...”

Un país creado por el libro

(2006)

Todas las grandes culturas se han creado en torno a un libro sacramental: ya sea el Pentateuco, la Torah, los Evangelios, el Shu y el Yi de Confucio, el Buddhavacana canónico de los budistas, el Chilam Balam y el Popol Vuh de la América anterior a Colón. Algunas pocas naciones han tenido también la fortuna de ser proyectadas y organizadas por grandes hombres para los cuales el libro era un artículo de fe. Nuestra nación argentina es hija de ese privilegio. Desde mediados del siglo XIX, letrados como Juan Bautista Alberdi, Domingo Faustino Sarmiento, Bartolomé Mitre, Dalmacio Vélez Sarsfield y Nicolás Avellaneda, entre tantos otros, pensaron con pasión en el país que querían para las generaciones sucesivas. Infinitas veces disintieron en los detalles y polemizaron con acritud, pero las prioridades del modelo argentino fueron, para todos, siempre las mismas: la salud, la educación, la igualdad ante la ley, la modernidad, la apertura de las puertas a la inmigración europea, que entonces era aluvional. Hacia 1850, Sarmiento inició una de las más admirables revoluciones pacíficas del siglo, un torbellino comparable a la marcha de la sal de Gandhi ochenta años más tarde. Lo que propuso Sarmiento fue crear otra vez el país, pero a partir del libro, apagar con civilización los fuegos de la pasada barbarie. “Para tener paz en la República Argentina”, escribió, “es necesario educar al pueblo en la verdadera democracia, darles a todos lo mismo, para que todos sean iguales”. De ese principio nació la ley de educación común, gratuita, laica y obligatoria, que abriría en la Argentina las puertas a la movilidad social, permitiría la expansión de la clase media y sería la fuente de la grandeza que este país alcanzó antes de 1930. En esa tradición crecimos y nos educamos. Y por esa tradición seguimos creyendo, durante tanto tiempo, que el país sería siempre mejor.