En el Mercofrut no hay demasiado margen para la sorpresa. En realidad, como que nada le resulta curioso a quien lo vive a diario. En la tierra de la fruta, las flores y de la verdura barata, en la tierra donde los sueños serán sueños cumplidos si no se bajan los brazos, todo es posible. Para bien o para mal.
En un primer capítulo de esta historia hablamos del movimiento, de lo que se vende, de lo que no. De lo que le falta todavía al predio de cuatro naves para mejorar. De las goteras. De Lo que piden los puesteros y que parece nunca tendrán, como una sucursal de banco, porque la seguridad es tema de Estado y como tal, en su mundo puede estar garantizada, pero afuera en la periferia, el “no” es tan rotundo y enorme como un plátano gigante que yace colgado a lo alto del techo de un puesto, que en realidad son dos, por sus dimensiones.
Lo curioso para el que ve esa banana camuflada por la tierra es, justamente, que el negocio que tiene pinta de ostentar ser el Edén de la banana, no tiene una. Se dedica a otro rubro. Quizás lo intentó en su momento, pero no avanzó.
Vale la repetición, lo que para el “extranjero” es curioso, para el local, no. Veamos.
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Las puertas para el comercio interno y para grandes compradores se abren a las 6 (para el resto, a las 7), pero rato largo antes, bordeando las 5, varias chicas entran desesperadas con sus carros de supermercado tapados de mercadería en busca de posibles nuevos clientes. Rocío es una de ellas. En el centro del changuito, hay un bolsón de tortillas, en su mayoría gruesas. Sobre la espalda del transporte, sifones de soda de plástico y varios termos con agua caliente. A los costados del chango, bolsas pegadas como ropa en soga esperando su secado al sol: dentro de ellas hay facturas, dos por bolsita. En otro costado, una porción tremenda de bollo y por último, como botín exclusivo, el apretao en sagunchero de salame y queso.
Rocío ya los conoce a todos, tiene su clientela fija y sabe cómo manejarse ante posibles deudores. Hay un límite de cobro y de paciencia. “Te preparo el desayuno a la mañana, y vengo a cobrar después. Si no me pagás, pierdo yo, aunque puedo hacer excepciones”, le cuenta a LA GACETA.
Con conocimiento de causa, el café batido de Rocío anda muy bien. Un cucharón de azúcar, café y un disparo de soda para avivar la espuma de la supuesta infusión con bandera colombiana. Opciones: café con dos tortillas, $ 40; con facturas o pieza de bollo, $ 50; y el premium, $ 60, que es el de salame y queso. Sale con fritas ese pedido, aunque resulta medio extraña la combinación para ser un desayuno cuando el alba recién está abriendo sus ojos.
Rocío le cuenta a esta diario que se puede ganar buen dinero si se recorrer sin parar esta enorme mole de cemento. Ella es empleada, va a comisión y también recibe un fijo por el día. Lo mejor del desayuno es que viene con el vasito de soda. Fundamental.
En promedio, Rocío vende entre 50 a 60 desayunos por día. Un 25% de lo recaudado va a su billetera. “Se gana bien cuando hace frío. Cuando empieza a hacer calor, se complica un poco”, reconoce la joven de 22 años, que entró hace 11 meses al Mercofrut y que en ese lapso encontró el amor y también se topó con una gran realidad. “Estudiar o trabajar para vivir, las dos cosas no se pueden”.
“Entro a las 5 y trabajo hasta las 11. Después empieza la parte de la cobranza. Por suerte, la gente es muy buena acá, aunque puede haber uno que otro que sea duro para pagar. Igualmente, hasta tres desayunos puedo llegar a fiarte. Y si no cancelás, no va más”, explica Rocío y medio que se pone algo chinchuda hablamos sobre Brian, su novio, y sus estudios. “Solo trabaja él. Dejó en el primario o secundario, no recuerdo bien. Yo le digo que estudie, pero no quiere”, esta pregunta nace después de que Rocío contara que le hubiera encantado seguir estudiando en la facultad.
Pero es lo que hablamos recién. Es comer o estudiar, y si estudiás no comés y sin comer no podés vivir. Rocío cursó hasta el segundo año completo de la carrera de periodismo. Lo en tiempo y forma hasta que la realidad le pegó el azote que intentó gambetear durante esos dos años mágicos para ella en Filosofía y Letras. “Se me complicó mucho con la plata, no tenía. Aparte no trabajaba en ese tiempo y mi papá estaba también sin trabajo y no se podía, por los costos, ¿vio?”.
Tan segura de lo que dice, Rocío espera tener la oportunidad de volver a sumarse a la vida universitaria. Mientras tanto, hay que capear el momento y mantener a flote a la familia. De lo que sí está segura de que con Brian está bien, pero ni hablar de casamiento ni convivencia. “Nooooo, somos jovencitos todavía. Hace 8 meses estamos saliendo”.
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La sonrisa de manzanita
Sobre uno de los laterales de la nave 4, en un espacio minúsculo que tuvo que pagar con dinero para que sea suyo, Manzanita es uno de los pocos protagonistas de este lugar que puede inflar el pecho y decir que es exclusivo: lejos de la verdura, su familia apostó por vestir a los trabajadores de la zona, de pies a cabeza.
“A nosotros nos conocen por Los Manzanita. Vendemos de todo. Se venden celulares, candados, ropa; hay que todo. Es un polirubro”, explica cómo funciona su emprendimiento en el mismo instante que llega uno de sus hermanos. Tiene pinta de ser la oveja negra de la familia. Manzanita lo asiente con la cabeza. Es un poco bromista, el hermano menor, porque cuando le consulto sobre fiar y cobrar, va al hueso como si el negocio se moviera con el manual de la ley de la selva. “No se reniega, al que no paga se le pone un fierro a la cabeza y sos boleta”, ríe con ironía Junior y Manzanita agacha la cabeza y se disculpa. Lo que dice su hermano no puede ser más distante de la realidad del negocio familiar.
Un par de zapatillas cuesta entre $ 700 y $ 800 pesos.
“Ahora está pesado, con el tema de la inflación. Creo que en todo el Mercofrut se siente eso”.
El Manzanita responsable trabaja hace 20 años en el Mercofrut. “Se empezó a caminar despacito. Arranqué como vendedor ambulante, vendiendo medias, toallones, zapatillas. No es cuestión de vender, además uno debe ganarse la confianza de los clientes”, afirma el hombre cuyo padre comenzó su negocio en la vieja zona del Mercado de Abasto. Con frutas y verduras.
Sus mejores clientes son hombres, en su mayoría. “Se vende más de varón, pero el varón viene a comprarle a la mujer. Siempre piden ropa interior, mayormente, así le llevan algo a la señora”.
Manzanita tiene una sensación. “Acá somos todos una gran familia, por eso a la gente del Mercofrut se le fía. Se le da una forma de pago. No se cobra interés porque somos una familia”.
Mazanita Junior viene a ser una cita de humor negro. “Yo vengo a fiscalizar, hago una moneda y me voy al póker. Redoblo y vuelvo”, vida bandida la de Junior. Pobre Manzanita, otra vez la palma de su mano derecha intenta tapar su rostro. Su hermano delira, lo dice con sus ojos, mientras él trabaja de sol a sol para al menos “cucharear”, como dice.
La calle está difícil para todos, menos para el Manzanita rebelde, parece.