Por Gustavo Martinelli

PARA LA GACETA - TUCUMÁN

Como tantas otras cosas en la vida, leer es también un acto de fe. Que lo diga sino el escritor y filósofo estadounidense Ralph Waldo Emerson (1803-1882), quien aseguraba que una biblioteca es en realidad un gabinete mágico en el que hay muchos espíritus hechizados. Esos espíritus despiertan cuando el lector los llama, es decir, cuando abre un libro. Por eso Jorge Luis Borges, hablaba del sortilegio de la lectura y consideraba que el libro no es sólo una cosa en el espacio: es también un acto en el tiempo.

Para las nuevas generaciones, en cambio, la lectura es sólo una posibilidad más entre otras formas de acceder a la información. Nadie ignora, por cierto, que en la actualidad los libros y los diarios tienen mucha competencia. Internet, videojuegos, televisión y hasta celulares parecen complotados para desviar la atención de los más chicos. Los maestros se quejan porque los alumnos leen cada vez menos y los padres no saben cómo despegar a sus hijos de las pantallas. Sin embargo, no es cierto que los niños lean cada vez menos: leen de otra forma; a través de otros formatos; con otras motivaciones. Pero leen. El problema radica en cómo se puede navegar en el inmenso océano de la lectura sin perder el rumbo y las ganas.

Cómo hallar un rumbo

Hasta no hace mucho, nuestros conocimientos se asemejaban a un monte: uno sabía cómo orientarse para avanzar hacia un destino prefijado. Hoy, el mundo del conocimiento se parece más a un océano: el horizonte es siempre igual de lejano. En su superficie, lisa como un espejo, todo tiene un aspecto similar y el único sonido que se oye es el murmullo del mar. Quien hoy quiera descubrir una red infinita de referencias y relaciones secretas tiene la oportunidad suficiente de hacerlo conectándose a internet. Lo que resulta imposible es vincular desde allí todo el conocimiento entre sí de forma que, además, se conserve una visión de conjunto. En la inmensidad ilimitada del océano es muy fácil perder la orientación. Lo mismo pasa en el mar del conocimiento: para navegar hace falta una brújula.

Entonces… ¿cómo se puede fomentar el hábito de la lectura en los más chicos? Según Jorge Luis Borges, hay que leer aquello que despierte interés. Porque existen libros que no han sido escritos para uno. Entonces hay que dejarlos y leer otro que realmente nos hable. Pero además debería existir una conexión entre la lectura y la realidad en la que viven nuestros niños. Es decir, convertir a la palabra en un elemento vivo. Esto precisamente es lo que hizo una maestra en una escuela experimental de Guaratinguetá (Brasil), y obtuvo resultados asombrosos. Cansada del fracaso de muchos escolares, la docente decidió alfabetizar creativamente a los niños de una precaria zona rural. Y el método no pudo ser más prodigioso: utilizó semillas y versos, que se sembraron al mismo tiempo en el jardín de la escuela. La estrategia consistió en lo siguiente: los chicos tomaron una semilla, hicieron el agujero en la tierra y depositaron el grano junto a un poema que ellos mismos eligieron después de haberlo leído y analizado a conciencia. Cuando la simiente brotó, los versos se convirtieron en flores y en hojas de palabras. De pronto, una semilla de azucena mostró sus aromáticas flores amparadas por un poema de Clarice Lispector. O una planta de mango, fue capaz de dar frutos bajo el armonioso influjo de Fernando Pessoa. Y de esa forma se hizo el milagro: con este llamativo sistema, aquellos niños de familias pobres aprendieron a leer antes de la edad promedio. Entonces... ¿por qué no tomar este ejemplo para aplicarlo de manera creativa con nuestros niños y jóvenes? La lectura (en cualquiera de sus formatos) sigue siendo una herramienta imprescindible para expandir la mente e incorporar nuevos vocablos. No sólo da al hombre concimiendo: también le da sabiduría. Y eso es lo que cuenta.

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Gustavo Martinelli - Periodista. Su último libro es Mira mi

corazón (2018).