Alguien dijo que una característica de los libros “clásicos” es que nadie los lee. Podría decirse que si en el secundario no obligaran (al menos así era, décadas atrás) a leer siquiera una página de, digamos, el “Quijote” o de “Juvenilia”, el estudiante no sabría jamás que existen.
Con su habitual sarcasmo, Paul Groussac –quien de joven fue “tucumano de adopción”- discurría sobre el asunto, en 1919, en el caso de las letras universales. Decía que “las más de nuestras admiraciones literarias” son, en gran parte, ”convencionales, cuando no fingidas”. Ocurre que “fuera de los universitarios y congéneres, que su oficio condena a ‘estudios forzados’, ¿cuál sería, aún en el grupo nacional respectivo, la proporción de los ‘alfabetos’ que, en realidad de verdad, testificasen haber leído, concienzudamente y de cabo a rabo”, obras como “La Divina Comedia” o el teatro de Lope de Vega o Calderón, “etcétera, para no descender a los limbos en que vagan melancólicamente, destilando adormideras, las sombras de los consagrados épicos modernos?”.
Añadía que “no pocas de esas obras maestras –desde luego las griegas y latinas- están aseguradas contra el olvido gracias a los programas de segunda enseñanza, en que tienen su figuración tradicional y decorativa. Y casi lo mismo ocurre en cada nación, con la mayoría de sus propios autores, por esto llamados ‘clásicos”.
Aseguraba que “el día, acaso no muy lejano, en que estos dejen de figurar en los liceos o gimnasios europeos como materia de examen para el bachillerato, su existencia activa correrá serio peligro entre las gentes. No hay más que contemplar (y podemos hacerlo sin salir de casa) a qué triste estado queda reducido su conocimiento, allí donde no es obligatorio”...