Justo a la vuelta del comedor que te hace feliz por 35pe, girando a la izquierda por Piedras mirando hacia los cerros tucumanos, una puerta de una sola hoja te conduce por una colina de escalones que hasta hace unos días era el principio de un nuevo sueño de los chicos de Santos Discépolo: el hostel del grupo.
La idea está, no murió, pero sí quedó stand by porque, como en un rato me confesarán Julio Rasuk y Benjamín Ramayo Hernández, primero está el deber social.
Generosos, decidieron abrir las puertas del futuro emprendimiento hotelero como albergue provisorio para gente sin techo. Y desde el primer día, hace un par de semanas, la extensión de Santos Discépolo se ha convertido en una casa donde ingresan deseos de esperanza. “No queremos que esto dure hasta que se vaya el frío, queremos ver si desde el Gobierno pueden colaborar con esta gente para conseguirle un trabajo digno, una pieza donde vivir. Ellos no quieren seguir así, desean volver a ganarse su dignidad”, me garantiza un Rasuk rodeado de una porción de los 18 alojados casi fijos del albergue.
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El 9 de Julio patrio encuentra a los sin techo preparando la masa de un pizza que en cuestión de minutos hornearán. Benjamín sacó materia prima del comedor y lo donó a la causa. Desarrollo Social de la provincia aportó unas cuchetas, mantas, colchones y frazadas, pero a diferencia de los albergues de San Martín y Atlético, a Santos no le provee la vianda de la cena. “Cocinamos nosotros. Hay veces que sobra algo del comedor y se lo damos a los chicos. Y si no sobra, algo inventamos y comemos todos”, me explica Ramayo Hernández.
Los dueños de este refugio tienen algo claro: si la causa es buena, aceptarán con gusto donaciones. “Por suerte, las redes sociales de Santos Discépolo tienen mucha llegada y hemos recibido ayuda de mucha gente. Desde alimentos a ropa de cama y abrigo”, cuenta Rasuk.
Los dueños de este refugio tienen algo claro: si la causa tiene aroma a trampa, no la aceptarán. “No estamos para la foto con ningún político que quiera hacer bandera propia”.
Panza llena…
Charlamos sobre el origen del comedor de Santos Discépolo. Benjamín me despeja una duda. “Cuando planteamos el menú, jamás hablamos de caridad. Nuestra intención es que quien venga a comer se sienta digno y no piense que le están regalando algo. Esto no es caridad. Uno viene a ser servido, a comer bien”, el menú de $ 35 incluye un vaso de jugo, pan, un plato de sopa y un plato principal. Alucinante.
El motor que mueve a este equipo solidario es producto del cachengue, de lo que genera en ingresos la apertura del comedor los fines de semana como bar y punto de encuentro para la dispersión.
Así como Santos Discépolo funciona hace casi seis años, hace uno Rasuk y Ramayo Hernández volvieron a exprimir la gallina de los huevos de oro abriendo un merendero en San Cayetano. “Una parte de la ganancia siempre será destinada a la ayuda social”, a los hechos se remiten.
Nada es tan sencillo como parece
Desde la primera apertura de puertas a esta que supera los 25 días hubo algunos cambios sobre la marcha. Existen normas, normas que nadie puede ni debe olvidar. Está terminantemente prohibido ingresar con armas y alcohol. “A tres bolivianos les descubrimos que habían pasado una petaca de alcohol Frau, pero recién al otro día. Pocho se las vio. Ahora hay un policía que requisa a todos antes de subir a la casa”, cuenta Benjamín. Los bolivianos no volvieron más al refugio, que desde las 20 y hasta las 22.45 recibe gente.
El orden fue un tema resuelto entre la misma comunidad. Benjamín lo explica. “Al principio, nosotros estábamos en el detalle. Con Leandro (empleado del comedor) teníamos que limpiar y todo eso. Pero ahora, como se quedan un rato más durante la mañana, dos voluntarios se encargan de lavar los platos, de darle una repasada al baño. Acá se bañan, lavan su ropa. Les dimos la posibilidad de que ellos mismos elijan los voluntarios. Todos los días son dos diferentes”. Eso se llama trabajo en equipo.
Cuando la oferta es tan tentadora como el menú de Santos, el margen de error suele ser cruel. “Para lograr números redondos, necesitamos vender 200 menús diarios. Hay días de 100, 120, pero bueno, hay que seguir”.
Y en el “seguir” de estos empresarios altruistas hay detalles de sobra que merecen ser reconocidos: al llegar al refugio, esta gente recibe una taza de te caliente y una tortilla o un pedazo de pan. Luego viene la cena y por la mañana el desayuno. Todo a costas de Rasuk y compañía. Se puede hacer una vaquita, claro que sí. “Compramos gaseosa”, me cuentan los muchachos del albergue que te hacen sentir como uno más.
El prólogo
Si hubiera que juzgar al tun tun , uno podría pensar que el común denominador de quienes cada noche habitan esta sala surge de un combo con dirección a la ruina compuesto por el alcohol, las drogas y una catarata de malas decisiones. Y a eso, podría sumarse la creencia de que todos vienen un sector que la sociedad tiene anulado: el de la marginalidad de alguien que no contó con los recursos básicos para avanzar en su vida. Sin educación no hay paraíso.
Créase o no, en Tucumán existen casos (y son muchísimos) de personas que jamás sabrán lo que realmente es disponer de una oportunidad para estar mejor de lo que vive.
Crease o no, uno puede sorprenderse y realmente estar equivocado.
Te cuento mi historia
Con el primero que entro en contacto es con Pocho, el Papá Pitufo de los sin techo. Pocho nació en el sur, por la zona de Monteros. Viene de familia cañera, trabajadora y propietaria de hectáreas de caña de azúcar. Pocho cometió un pecado mortal en su juventud. “Tomaba mucho. Pero mucho, eh. Era chico”, acepta este mujeriego de 60 años largos en su historial y que viene de una conquista el fin de semana.
“Una maestra que vive en Yerba Buena me invitó a salir en el pool. Me pagó la pizza, la cerveza. Quería que me vaya con ella”, en el relato de Pocho puede haber mucho de realidad y ficción, pero esto es creer o reventar. Nosotros, todos los que estamos en la sala, sí le creemos.
Pocho es un sin techo de los debutantes. Su hermana, que tiene casa en Villa Mariano Moreno, lo echó hace poco más de un mes. Y le retuvo sus documentos. “Soy pensionado, cobro algo así como $ 7.500 pero ella se queda con cuatro y a mí me da el resto. Unas monedas, porque un día me llevó a la ANSES y me hizo sacar un crédito de $ 10.000. Yo no gané nada, eh. Se la quedó todo ella”, la pregunta que sigue después de semejante comentario es por qué no recupera sus papeles. “No me los quiere dar. Mi hermana es mala”.
“Creo que después de agosto me sale la jubilación real, tengo 25 años de trabajo en la caña de azúcar”, el legado de su padre fue haberlo hecho trabajar en la empresa familiar. Su padre le hizo los aportes hasta su muerte, y sus hermanos, los del sur, después de que papá muriera, le hicieron la bicicleta. “Vendieron el campo y no me dieron nada a mí. Por eso vivo como vivo”, en su lamento hay algo de castigo.
Malas decisiones, asumirá Pocho, y le agregará un “mano larga” después. Siendo joven estuvo en pareja. Su mujer de años, lo dejó. “Le pegaba mucho, la bebida me hizo hacer macanas. Ya está”.
La moraleja de Pocho es la de un tipo tierno que aún hoy le pelea al alcoholismo mientras intenta restablecerse. En el refugio lo quieren y respetan, pero está advertido. “Nadie entra en malas condiciones a la casa”. En boca cerrada no entran moscas.
La cerveza de la traición
Manuel tiene 29 años y ante las caras de dudas que genera su estado etílico, en broma te hace el famoso cuatro, la prueba madre y bufona de los ebrios. En realidad, por perspectiva, parece un uno lo que hizo Manuel. Aprobado...
Medio atolondrado para hablar, Manuel quiere decirte todo lo que piensa al mismo tiempo. Difícil. Intenta ser honesto. “¿Vos crees que si yo no quisiera cambiar estaría acá? Seguiría en la calle. Desde los ocho que vivo en la calle”, se me ponen los pelos de punta cuando me dice eso.
“Soy plomero, gasista, albañil, pintor. Mi sueño sería convertirme en gasista matriculado. Tengo una hija de 5 años, Cecilia Natalia, es todo para mí. Quiero cambiar para ella. Yo no soy mala gente”, dice y se golpea el pecho.
Cuando estuvo en pareja, Manuel vivió en el Barrio Las Piedritas. Se separó y chau, la debacle. “Empecé con el escabio. Me iba a cualquier lado y seguía así todos los días. Sin parar”.
En la calle casi pasa de largo. Entre risas, casi demostrando que es medio inmortal, Manuel se levanta la remera y muestra una cicatriz que le ha cambiado el mapa corporal. Tiene varias paradas y le recorre parte del pecho y también de la espalda. “Me apuñalaron con el cuello de botella de una cerveza. Tenía 18 años. Traición fue. Tábamos de ronda de escabio, qué sé yo, y bueno. Pum, pum, pum, se la dí. Mi viejo y mi vieja me mandan a dormir, qué se yo. Quería una cerveza más. Me voy a comprarla a la esquina y ni lo he visto... Me ha dao: taaaaa. Dos semanas estuve en el Centro de Salud, pero no morí”, un amigo con el que se peleó Manuel quiso asesinarlo.
Manuel conoce sus debilidades: “el faso, el cigarro, el alcohol. Estoy acá porque quiero sacarme los malos hábitos. Quiero una oportunidad”, sus ganas de cambiar son tan intensas que ya tuvo un premio. “La vi a mi mujer pasando con el carro con ripio, la saludé y no me dio vuelta la cara. Seguro me vio mejor”. En realidad, Manuel había saludado, haciéndose el galán, a su ex cuñada. Zafó.
En una boca con mucho aire y apenas un puñado dientes que bailan entre sí sin chocarse, el amigo gasista pide la oportunidad.
Cero pulgas
Habiendo cruzado no más de 10 palabras, entre un "sí, papá" y un "no, papá", le saco el timming a José. Su tono de voz, sus formas, no son precisamente las de un chico que no dispuso de oportunidades. De hecho, me cuenta que su caída coincidió con la separación de sus padres, hace nueve años.
De todos sus hermanos, el único que está a la deriva es él. Uno es dueño de una concesionaria de autos, uno es boxeador y el resto estudia.
José es de pocas pulgas, lo confiesa. Tiene problemas de ira. No sabe controlarse cuando lo provocan. “No soy violento, pero no me gusta que me quieran gastar y pasar por encima”. La calle no es la de antes, le agrega después José a su declaración.
“Antes te invitaban a pelear y era mano a mano. Ahora no sabés con qué te pueden salir. La calle no es segura para nadie, hasta te roban”, cuenta este chico de 29 años cuyo deseo es salir del infierno. Dio su paso. Cortó con la falopa. Hace un año y medio que está limpio.
En el índice de las macanas que se mandó, José menciona: “lo peor que hice fue robar. Tengo dos causas, una por robo agravado y otra por robo con escalamiento. Robé en sano, pero fui a robar porque me quería drogar. Estuve dos meses en cana y después una semana”.
Generalmente, el vagabundo no suele moverse solo. José, en cambio, lo prefiere. “Duermo donde nadie pueda encontrarme, digamos. Un día antes de entrar al albergue estuve en la casa blanca abandonada que está frente a Santos Discépolo.
El eslabón de anhelos de José está unido al de Manuel y el resto de los muchachos que habitan en la sala. “Me gustaría tener un trabajo digno. He trabajado, por ejemplo, en una casa de estética. Tenía a mi cargo ocho promotoras; trabajé en una compañía de seguros, en lavaderos de autos. Creo que lo que necesito es una ayuda para controlar mis emociones. La terapia de la calle no me ayuda con eso. Estoy dispuesto a cambiar. Lo estoy intentando alejándome de los problemas”.
Voces de la decadencia
Egresado del Técnico, Guillermo me acomoda la ideas sobre la diferencia entre un “eléctrico” y un “electricista”. “Yo no mato a nadie, lo máximo que utilizo son 24 amperes. Me mando una cagada y quemo una placa. Punto”, la broma me sirve para acomodarme en el lugar donde mejor se siente Guillermo: en la confección y arreglo de plaquetas y todo ese tipo de trabajo específico y complicado de su profesión.
“Los electricistas no pueden ser eléctricos, pero los eléctricos sí podemos ser electricistas”, agrega este hombre con tres semanas como miembro activo del club de los sin techo propio. “Me dejaron con lo puesto”.
Guillermo tiene un perfil autodestructivo. “Creo, es hereditario, por parte de familia paterna”, me dice encogido de hombros.
Si Guillermo quedó con su mochila y “lo puesto” en la calle fue porque en la pensión donde estaba viviendo, su dueña, lo echó por falta de pago. “Deben ser dos meses, unas siete lucas”.
Hace no mucho tiempo Guillermo estuvo trabajando para una importante citrícola. Repitió los mismos errores del pasado. “Me dijeron una cosa en la planta y otra en Recursos humanos. Tomé la decisión de descansar un domingo cuando sabía que no se podía, y bueno, acá me ves. En bolas”, ese no fue el primer trabajo de Guillermo, tampoco el mejor.
Durante 11 años formó parte del staff de una conocida empresa constructora local. El chaleco polar que apenas lo protege del frío es el recuerdo de sus años de bonanza. Y si cambió de aires en aquel momento fue porque desde Scania lo sedujeron. “Pedí la mejor categoría posible de los electrícos y otros requisitos más. Me los dieron a todos, entonces acepté. El problema no fue Scania, fui yo de nuevo. A los dos años renuncié".
“Lo mío no fue digital, fue analógico. Fue bajando de a poco. Se me cayó el amperaje y a la vez los amigos a quien pedirle ayuda. Uno valora las cosas cuando no las tiene. Ni juego, ni timba, ni alcohol. Tuve épocas de depresión, sí, pero si estoy acá es porque yo hice todo mal”, lo bueno de Guillermo es que dice haber aprendido la lección.
“Jamás pensé que esto podía ser tan duro. No tengo miedo, tengo frío. Mucho frío. La primera noche me cagué tanto de frío que no pude razonar al otro día. El frío, hermano, el frío es increíble...”, ahora calentito, a la espera de una porción de pizza Guillermo me confía en voz baja que cabe la posibilidad de conseguir un buen trabajo. “No puedo decirte nada, pero ojalá se me dé. Juro que a este sí lo voy a cuidar”, mientras tanto, y aprovechándose de su condición de empleador en “negro”, una empresa hace uso de sus servicios de Guillermo a bajo costo. Lo que debería pagarle 10, le paga dos.
Jamás de brazos cruzados
Intercambio mensajes con Rasuk y le consultó sobre cómo marcha la cosa en el albergue. “De 10”, me contesta el “Turco” y al toque me anticipa una primicia. “Nos vamos todos de ahí. Nos mudamos”. Chan…
“No nos gusta quedarnos de brazos cruzados. Tomamos la determinación de alquilar una casa y poner en marcha un emprendimiento que puede ayudar a esta gente: abriremos una panadería. Es un proyecto de pan social. Los chicos tendrán que cubrir los costos del lugar. Esperemos salga todo bien”.
Ojalá.