Eran jóvenes artistas con una intuición profunda de las cosas y bebían y reían y charlaban sobre el arte, es decir sobre el hombre. Se reunían todos los sábados por la mañana para recorrer el cerro San Javier con sus cajas de pintura bajo el brazo. Allí bosquejaban la soledad acompañada del paisaje y plasmaban los colores de los árboles, de la tierra, de las nubes. Satisfechos o no, al mediodía bajaban hasta El Corte y compartían el asado y miraban algún partido. Y después, a las 18, presentaban sus trabajos y aprendían unos de otros y hacían una época dorada.
“Para mí era una vida de ensueño -recuerda, décadas después, Sarita Chaklián de Lobo de la Vega-. Mi casa nunca ha sido una casa de golpear las manos. Me acuerdo de una siesta en la que Luis salió al patio secándose la cara y apareció Walter Vidarte, que era un famoso actor y director. Venía a saludarlo y a pedir que le preste un par de cuadros para ilustrar la obra que estaba presentando en el teatro. Y así pasó toda la vida, y Luis falleció un Día del Amigo. No podía ser de otra forma, porque era tan amiguero, tenía tantos amigos, que no se podía ir durante otro día que no fuera ese”.
Un culto a la amistad
“Mi papá -evoca también Luis Lobo Chaklián- ha muerto un 20 de julio, un Día del Amigo”. Ha muerto: Lobo Chaklián habla de su padre, el pintor Luis Lobo de la Vega, en antepresente. Como si rememorara un pasado muy próximo. Pero hoy se cumplen ya 15 años del 20 de julio de 2004, de la madrugada en que el artista tucumano se marchó a una de sus pinturas, adonde el hombre es pequeño y el paisaje enorme. Porque, como él solía reflexionar, esa es la magnitud del universo, y el hombre no es nada ante el universo.
Pero el hombre sí es entre sus amigos y Lobo de la Vega cultivó la amistad como una forma de ser. “Acá tengo una foto -muestra su hijo mayor - donde están mi viejo, Timoteo Navarro, Carlos García Bez, Lino Eneas Spilimbergo y Marcos Navarro; todos eran amigos trascendentes”.
Lobo de la Vega, “Lobito”, enseñaba artes plásticas con Timoteo en una escuela en el parque 9 de Julio. Ahí conoció a Sarita, a la que le llevaba 20 años. “Yo era muy jovencita, una quinceañera. Un día me lo encontré en el parque y nos conocimos. Después, no pasó mucho tiempo, descubrí que en el Mercado del Norte había un taller donde se reunían todos los maestros: Luis, Timoteo, Demetrio Iramain, Edmundo González del Real, Ángel Dato, Santos Legname... Estaban todos. Y a raíz de eso al poco tiempo me puse de novia con él y compartí su vida social. Era un momento muy especial, hubo demasiados privilegiados juntos. Viví rodeada de intelectuales, de artistas, de músicos, de escritores... Ha sido una existencia extraordinaria junto a un ser humano muy especial. Así que estos 15 años no me separan nada de él”, confiesa, al borde de las lágrimas, Sarita.
Cuando, después de su casamiento, Sarita y Luis buscaban dónde vivir, Timoteo les comentó: “miren, yo vivo en El Corte, ¿les gustaría”. Aunque quedaba lejos del centro, “Lobito” no lo dudó: si se mudaba, iba a tener, como dice Sarita, el paisaje en el bolsillo. “Éramos vecinos de Timoteo -cuenta-. Así que se levantaban cada mañana temprano y se ponían a pintar. Así fue que Luis pintó todo El Corte, pintó Horco Molle, pintó todos los lugares que le encantaban”.
Aquí vengo con Fulano
Pasaron más de 70 años y Sarita todavía vive en El Corte. La suya es una casa -un hogar- de techos bajos, paredes blancas, puertas ventanas y ambientes acogedores. La paz contagia tanto el interior como el jardín: cuadros, pájaros, calefactores, reposeras, retratos, arbustos, una heladera antigua y, esta mañana, la cálida luz del sol de invierno que ilumina el césped y se filtra por los ventanales. Como en un óleo de Lobo de la Vega, el hombre y el paisaje: primero el mundo en el invierno, cuando los colores son más secos, más pasteles; por fin, en toda su pequeñez, el ser humano y su circunstancia.
Y los demás animales. Como el hombre, ellos también participan de los paisajes de Lobo de la Vega. “El objetivo de mi tata -explica Lobo Chaklián- era pintar el campo, los caballos que andaban, los corrales...”. A veces, mientras trabajaba, acariciaba la cabeza de otro de sus amigos, El Doc. “Era un perro que él tenía, que lo acompañó hasta el final. Era su mascota. Y le puso ‘El Doc’ porque justo le habían dado el honoris causa en la Universidad”, cuenta su hijo mayor.
Lobo de la Vega supo rodearse de muchísimos amigos. Quizá esa, más que su enorme calidad como pintor, sea su característica distintiva. Murió a una edad avanzada, a los 95 años, cuando muchos de sus amigos ya lo habían dejado. Sobre el final de su vida solía decir que se dedicaba a despedir a sus seres queridos. “Acá ando, enterrando amigos”, lamentaba a veces.
Aun así, este paisajista murió feliz de haber vivido y de haber compartido su vida. “Él no preguntaba: ‘¿invito?’ ‘¿No invito?’ ‘¿Qué te parece?’ -se sonríe Sarita-. No, no, no. Él decía: ‘aquí vengo con Fulano de Tal’. Y, bueno, yo encantada”.