Los dos grandes hitos de la historia de los avances en cuestiones de salud pública fueron la potabilización del agua y las vacunas. Sin embargo, en el mundo crece una ola de resistencia a la inmunización que amenaza con transformarse en un terrible tsunami: la Organización Mundial de la Salud (OMS) está tan preocupada que ha descripto esta tendencia como “una de las 10 amenazas a la salud global en 2019”.
Todas las estadísticas demuestran que las vacunas han salvado decenas de millones de vidas sólo en el siglo XX (y los chinos habían descubierto una forma temprana de vacunación ya en el X. Ver: “Un poco de historia”). Un par de ejemplos, con datos que cita la BBC: unos 2,6 millones de personas morían por año de sarampión antes de que se lograra la primera vacuna, en la década de 1960. Sólo entre 2000 y 2017, las muertes se redujeron un 80%, según la OMS. Otro: en 1953, el mundo fue asolado por una epidemia de poliomielitis y, según publicó el 3 de mayo de 2006 LA GACETA, en 1956 se notificaron 6.490 casos en el país (600 en Tucumán), con una tasa de mortalidad del 33,7%. “Parecía que estábamos viviendo una guerra en Tucumán y en el país. La muerte acechaba por todas partes a causa de esa maldita enfermedad”, recordó Esther de la Zerda, que en el momento de escribirse la nota tenía 74 años. Pero llegaron las vacunas (primero la Salk y luego la Sabin), y en la actualidad la enfermedad prácticamente ha desaparecido.
Ventajas indudables
La vacunación masiva permite prevenir enfermedades transmisibles, graves y potencialmente mortales: sarampión, polio, difteria, gripe, tétanos, tos convulsa, enfermedad neumocócica, rotavirus... Otras infecciones pueden no ser tan graves en sí mismas, como el virus de papiloma humano, pero vacunarse a tiempo contra él (a los 11 años) previene el cáncer de cuello de útero (Ver: “Vacuna contra el VPH).
Pero no es sólo cuestión de cuidado individual: existe lo que se llama efecto barrera, y es la cara social y -por qué no- solidaria de la vacunación. Hay un grupo estadísticamente pequeño de personas (pero son el 10 % de la población, o sea muchos miles) que no pueden recibir algunas de las vacunas: recién nacidos y niños pequeños, embarazadas, personas transplantadas, pacientes inmunodeprimidos... Para ellos, quienes tengamos las vacunas al día seremos el escudo protector. “Eso se conoce como inmunidad de rebaño o de grupo, y cuando se rompe se produce riesgo para la población en general. Es necesario que el 90 % de la población esté inmunizada para proteger al otro 10%”, advierte Pablo Yedlin, pediatra y neonatólogo, especialista en sistemas de salud y seguridad social y autor de la nueva Ley de Vacunas (N° 27.491) de la Argentina.
¿No hay riesgos?
“Siempre existe el riesgo de alguna reacción adversa. En la mayoría de los casos, se trata de dolor en la zona del pinchazo, hinchazón y enrojecimiento, fiebre... algunos niños pueden hacer convulsiones por la fiebre. Y se han reportado raros casos de enfermedades neurológicas (un caso en un millón). Pero la historia muestra que la relación costo beneficio es claramente favorable a las vacunas”, describe Yedlin y añade: “su calidad está asegurada por ensayos clínicos muy largos y muy rigurosos (y muy caros), primero en animales, luego en pacientes voluntarios, como cualquier medicamento”. “Una vez autorizadas, una comisión de eventos adversos asociados a las vacunas mantiene un monitoreo permanente. En nuestro país establecimos esta comisión en la nueva Ley de Vacunas”, completa.
¿Por qué la resistencia?
El miedo a lo nuevo genera sospechas, y las sospechas sobre las vacunas nacieron junto con ellas: por cuestiones religiosas, porque “no eran limpias”. A principios del siglo XIX nacieron las “ligas antivacuna” en Gran Bretaña, y en la década de 1870 arrancó el primer grupo en EE.UU. Pero el tsunami de este siglo XXI empezó a gestarse en 1998, cuando Andrew Wakefield, un médico radicado en Londres, publicó en la famosa revista “The Lancet” un informe en el que establecía vínculos (que se demostró, eran falsos) entre autismo y enfermedades intestinales, y la vacuna MMR, una triple viral que se administra a niños pequeños para combatir sarampión, paperas y rubeola. A pesar de que su informe fue desacreditado y Wakefield fue eliminado del registro médico en Reino Unido, el daño estaba hecho (cosa que en tiempos de redes sociales es muy fácil): sólo en 2004, 100.000 niños menos recibieron la MMR en Reino Unido, lo que llevó a un aumento de los casos de sarampión más adelante, informa la BBC.
“Resistencia siempre hubo -confirma Yedlin-, pero lo que no hay son argumentos científicos para sostenerla. Lo que se aduce puede inscribirse en dos grandes grupos: los fundamentalismos, donde no hay mucho margen para convencer -pero no hay que dejar de intentarlo- y los naturalistas, que están convencidos de que la buena alimentación, tomar sol, el aire puro bastan para la buena salud. ¡Claro que serán más sanos que quienes viven a base de comida chatarra o en ambientes hipercontaminados! Pero sus hijos no estarán protegidos del sarampión”.
Hay otro factor que atenta contra la salud pública en lo que a vacunas se refiere. La OMS lo llama “la complacencia” de los países desarrollados, y lo que quiere decir es que la gente se ha olvidado del daño que pueden causar algunas enfermedades.