Muy pocas veces en la historia las calles de Tucumán estuvieron tan deshabitadas como en la siesta del 8 de julio de 1990. La ciudad parecía haber sido abandonada, como en esas películas de ciencia ficción en que una pandemia acaba con la raza humana y sólo quedan matojos que ruedan con el viento.
No se había visto tanta desolación desde otros dos domingos, ambos también a la siesta: el domingo 29 de junio de 1986 y el domingo 25 de junio de 1978. Y también durante algún que otro toque de queda en la última dictadura militar, momentos en que la gente tiene prohibido circular libremente por las calles.
Y si la memoria no falla, hubo otros días en que el país se apagó, literalmente, con luces y todo, y fue durante fines de noviembre y principios de diciembre del 78 (según en qué provincia), en general entre las 21 y las 24, cuando los militares ordenaron oscurecer todas las ciudades, calles, vehículos, comercios y hogares incluidos. Era un simulacro como preparación para la inminente guerra con Chile. Otro delirio etílico de los ineptos dictadores, propios y ajenos, que pretendían llevar a la guerra a dos pueblos hermanos por tres rocas del canal de Beagle. El general San Martín los habría ahorcado en una plaza pública.
Violentos contrastes
Volviendo a la siesta del domingo 8 de julio del 90, el páramo en que se había convertido Tucumán, y probablemente todas las ciudades y pueblos argentinos, entre las 15 y las 17, contrastaría fuertemente con lo que ocurriría poco después, cuando Argentina saliera subcampeón del mundo en Roma.
No fue como en el 86, cuando no había forma de acercarse a no menos de cinco cuadras de la plaza Independencia, desde cualquiera de los cuatro puntos cardinales, pero igual las calles céntricas se colmaron esa tarde del 90.
Algo parecido, y vaya coincidencia, se vivió la noche de también un 8 de julio, esta vez de 2016, en la víspera de la celebración del Bicentenario de la Independencia, cuando unas 300.000 personas, entre tucumanos y turistas, se concentraron en los alrededores de la Casa Histórica.
Cuando asoman las ratas
Lo que ahora nos ocupa es esa siesta del 90. “Cuando el gato no está los ratones hacen fiesta”, dice el conocido refrán. O las ratas, o los rateros.
Ocurre a menudo cuando juega Argentina un partido importante y este país súper futbolero se paraliza. Pasó el martes pasado, cuando una banda de narcos aprovechó el encuentro con Brasil para intentar transportar 370 kilos de marihuana desde Chaco hacia Tucumán.
Saben los delincuentes que son momentos propicios para hacer lo que quieran, porque ni las fuerzas de seguridad se despegan del televisor cuando la pelota pasa por los pies de Messi. O de Maradona, en otras épocas.
Y así fue el martes, los narcos cruzaron tranquilos con la droga por todos los puestos de control. Sólo que no contaban con que un equipo de la Policía Federal los estaba siguiendo desde hacía tiempo. Si no hubiera sido así esa droga ya estaría en Tucumán.
Qué otras cosas cruzarán las fronteras argentinas cada vez que juega la Selección: armas, mujeres, niños, trabajadores esclavos, órganos humanos, animales, mercancía robada, contrabando... Imposible saber.
Las ratas también se hicieron una fiesta en el 90, ese domingo a la siesta. La motocicleta de un familiar había quedado encadenada en una vereda de Barrio Norte, mientras se disputaba otra épica final maradoniana, sin saber que un grupo de delincuentes recorrería la ciudad en una camioneta, cortando cadenas y levantando motos.
En ese momento se estimó que esa misma banda, durante el partido en que Argentina cayó 1 a 0 con Alemania, había robado más de una decena de motos en distintas zonas de la ciudad.
La serpiente que se muerde la cola
Hasta aquí nada que se desconozca, pero sirve de introducción para contar otra historia. Porque como decía el maestro de periodistas, Miguel Ángel Bastenier -a quien tuvimos la dicha de conocer personalmente-, “el periodismo no busca la confirmación de lo que ya se sabe, sino la contradicción de lo que se ignora”.
Un par de meses después de esa legendaria pero triste final del mundo, la moto que le habían robado a un familiar apareció estacionada en la vereda de una carnicería, ubicada sobre avenida Avellaneda.
El propietario de ese comercio era un suboficial de la Policía, quien años más tarde sería juzgado por delitos de lesa humanidad, a raíz de su activa participación en el Operativo Independencia. Luego fue sobreseído.
El policía era además integrante del trágicamente célebre grupo parapolicial “Comando Atila”, que operó en Tucumán entre mediados de los 80 y mediados de los 90.
Tras varios días de observación, se comprobó que el policía propietario de la carnicería era quien conducía la moto robada.
En el imaginario popular quedó grabada la imagen de ese “Comando Atila” (el azote de Dios, el castigador) como un estandarte de la lucha contra la corrupción. Pero ¡qué locura es esta!
“Hay que escribir acerca de lo que la gente hace y no de lo que la gente dice, que casi nunca coinciden”, fue otra de las célebres enseñanzas de Bastenier.
Un paseo por “La Volanta”
Una vez que se realizó la denuncia formal de que la moto robada estaba en poder de otra persona, la misma Policía secuestró el rodado y lo trasladó a “La Volanta”, un predio policial ubicado en Jujuy al 1.300, donde en esa época se depositaban los vehículos recuperados. Allí permanecían hasta que sus propietarios realizaban los trámites para que se los devolvieran.
El suboficial miembro del “Comando Atila” declaró luego que había comprado la moto de buena fe y se fue a su casa. Nunca nadie le preguntó por qué había adquirido un rodado sin papeles, por ejemplo.
Días después ya había otra moto usada estacionada en la vereda de su carnicería.
Pasaban los días y la Policía no devolvía la moto. Siempre había un papel que faltaba, un trámite mal hecho o cualquier otra excusa.
Empezamos a pensar seriamente que se estaba pagando el precio de haber denunciado a un policía por robo.
Finalmente, unos tres meses más tarde, la Policía devolvió la moto, o lo que quedaba de ella. Le faltaba el carburador, los pedales, las luces, los espejos retrovisores, las bujías y varias otras piezas.
El cajón podrido
Veintinueve años más tarde nada ha cambiado, todo sigue igual. El 28 de junio pasado recordamos ese vergonzoso hecho de 1990, cuando se publicó un video donde se veía a dos suboficiales de la comisaría 10° extrayendo piezas de motos secuestradas.
En febrero imputaron por robo calificado a policías de la comisaría de La Reducción porque sustrajeron piezas del motor de una camioneta que estaba secuestrada.
Ese mismo mes encontraron 12 celulares robados en un calabozo de la ex Brigada de Investigaciones, causa en la que se investiga desde extorsiones hasta narcotráfico, también con uniformados involucrados.
Días después denunciaron a dos policías que detuvieron a dos delincuentes en la Esquina Norte, luego de que cometieran un motoarrebato. Las víctimas del robo contaron que los policías secuestraron el botín y dijeron que trasladarían a los ladrones a la seccional décima. Nunca más vieron a los policías ni al botín.
Las causas de corrupción policial se suceden una tras otra, año tras año, por una sencilla razón: no se trata de casos aislados de personas deshonestas, de algunas “manzanas podridas” como siempre se quiere hacer creer, se trata de un sistema que funciona así desde siempre y que se fagocita a todos sus miembros, incluso a los más rectos, que están obligados a renunciar o a callar.
¿Acaso alguien ignora dónde se venden los celulares robados en Tucumán, el principal delito en la provincia? ¿Hay alguien que no sepa dónde comprar droga, o una moto o autopartes robadas? Si hasta se ofrecen en Facebook.
Dos policías fueron detenidos hace dos meses por un robo a la sucursal de EDET en el sur de la provincia y en cada asalto comando de envergadura que se comete siempre surgen sospechas de vinculaciones policiales.
No es sólo una manzana
El ex secretario de seguridad Paul Hofer había asegurado, poco antes de dejar el cargo, que ya no había en Tucumán ninguna banda delictiva importante en operación, que todas habían sido desarticuladas. De ser así, sólo las fuerzas de seguridad cuentan con la capacidad operativa y el equipamiento para organizar golpes comando. Este año ya hubo más de diez.
Es el sistema el que está podrido, de pies a cabeza. Pasa en la Legislatura inoperante y clientelar más costosa del país; pasa en la Justicia, que sólo castiga a pobres y morochos y sobresee siempre a los poderosos (como ayer con la bochornosa causa de las valijas); pasa con un gobierno que no hizo ni una plaza; pero principalmente pasa en cada uno de nosotros.
Nos rasgamos las vestiduras y le gritamos “zorro coimero” al inspector de tránsito, pero el 87% de los tucumanos admite haber pagado una coima alguna vez.
En el Ipla siempre dicen que casi todas las personas que son detenidas con alcohol en la sangre ofrecen un soborno o “chapean” con alguna influencia.
El 100% de las cuadras de la capital donde está prohibido estacionar están ocupadas por autos, todo el día. Por autos de “gente bien”, supuestamente. ¿Y quién compra los celulares robados? ¿Y los miles que a diario cruzan en rojo son todos políticos corruptos, policías deshonestos o zorros coimeros?
Así tenemos las cloacas explotadas, las peores rutas del país, récord de basura y basurales, un tránsito desquiciado y una de las ciudades más vandalizadas de la Argentina. Por nosotros mismos.
“Ser periodista ya es lo bastante complicado como para añadirle redentorismos, como pastor de almas, maestro de escuela, agente del bien común”, sostenía el autor de “El blanco móvil”.
Bastenier insistía con que “el objetivo del periodismo no es el bien común, sino contar cómo son las cosas”.
Y en una sociedad como la tucumana, donde se imponen una profunda ignorancia, el patoterismo y la ilegalidad, las cosas son así, aunque duela, podridas desde los pies a la cabeza.