Oscar Rojas, don Rojitas, cruza el portal en plena refacción de la escuela Obispo Molina, y su figura se destaca de la del resto de los votantes que entran y salen del edificio de Crisóstomo Álvarez 334. Mientras el común de los electores está vestido de domingo -jeans, camperas deportivas, zapatillas-, él lleva un traje gris oscuro. Impecable. No es el mismo que luce a diario en una galería del centro, de color negro y con una flor de clavel en el ojal. Por supuesto, tampoco sostiene la bandeja de cubanitos rellenos con dulce de leche que lo identifica hace casi seis décadas, cuando empezó con la venta callejera frente al colegio Huerto. Aun sin esos distintivos, la gente lo reconoce y don Rojitas les devuelve una sonrisa a quienes lo saludan. “¿Has visto la última?”, comenta mientras hace la fila. “Han hecho una encuesta en internet, en LA GACETA, y yo aparecía (como candidato). Y estábamos con Gladys (La Bomba Tucumana) y otra gente, je... Yo tengo 83, voy para los 84, y esas cosas me levantan. Me sorprenden, pero me dejan bien. Me tratan con cariño. Porque siempre que he atendido lo he hecho como corresponde. A chicos y a grandes, respeto ante todo”, relata Rojas con tono gentil y documento en mano.
Aunque los mayores de 70 pueden optar por no sufragar, el vendedor de cubanitos dice que participará “hasta que Dios quiera”. Se acuerda de los “tiempos bien difíciles” del siglo pasado, cuando las dictaduras mantenían cerradas las urnas. “Cuando arranqué con los ‘cuba’, hace 57 años, estaban los militares”, remarca en alusión al golpe que derrocó a Arturo Frondizi. No tiene presentes los nombres de las autoridades de entonces, pero reconoce que un amigo le gestionó una “bendición” de la Intendencia para trabajar en la calle. Así, dejó de lado los cuatro oficios que había aprendido -carpintería, albañilería, plomería y electricidad- y se aferró a la bandeja con dulces.
Don Rojitas perdió a su mamá a los seis años y a su padre a los 10. Quedó a cargo de su hermana mayor, de 18. Pero -lo admite- no era demasiado obediente. Así, su forma de ser se moldeó en las calles. Dejó la escuela luego de terminar primer grado y acabó aprendiendo a leer en los cines, con los subtítulos de las películas estadounidenses. “Por ahí se me escapaban porque eran rápidos, je. Y le pedía a mis amigos: ‘orientame, eh’. Y ellos me decían ‘con calma, Rojitas, ya se va a dar’. Después, con el tiempo, ya supe leer y escribir”, explica mientras se aproxima su turno de entrar al cuarto oscuro.
Al cumplir los 17 se marchó con dos amigos a Caballito, provincia de Buenos Aires. Trabajó poco más de un año para una empresa que reparaba medidores de electricidad. Pero el negocio “se fue a pique y quebró”, recuerda Rojas. Y terminó volviendo a Tucumán. Poco después llegaría la gran revelación de su vida.
“Siempre he sido dulcero. Muy dulcero. Resulta que se venía la Pascua, y estaba viendo chocolates en una vidriera del centro, para mí y para regalar. Y había una señora con una criatura, que ya no me acuerdo si era varón o nena. ‘Mamá, quiero eso, mamá’. Y la señora le decía que elija algo del negocio. ‘Mamá, quiero eso, mamá’. Perdón si me atraganto, porque me emociono. Ahí fue que vi a un hombre que vendía cubanitos. Ese señor no estaba en condiciones. No estaba en condiciones. Bueno, no se puede uno a poner a juzgar esas cosas, ¿verdad? Pero, entonces, se me ocurrió. Tenía un ‘príncipe de Gales’, un traje en cuadrillé, que era mi pilchita para salir. De zapatos andaba mal. Así que fui a buscar a un amigo que estaba en la administración de LA GACETA. Él me regaló un par. Unos encharolados, negros... perdón si me emociono. Y ahí salí. Esto ya nació con la flor en el ojal. Un clavel, siempre de distinto color. ¿Y qué pasó? Era extraordinario. Me paraba con los ‘cubas’ y la gente me preguntaba: ‘¿los vende, señor?’, y así comenzó. Es algo que nació así. Y así tiene que terminar, ¿no? Todavía estoy como para seguir trabajando. Ahora a la tarde me voy al parque 9 de Julio. Estoy para seguir, no te digo años, porque Dios sabe. Pero me siento bien. Me siento como si tuviera 50 años, ¿sabés lo que es eso?”.
Podría seguir recordando anécdotas, pero la urna ya está al frente. “Rojas, Carlos Oscar”, exclama la presidenta de mesa, que lo reconoce en el instante. Lo vio una y mil veces en el mismo rincón de la galería, con su traje impecable y la bandeja con cubanitos en la mano.