Por Alejandro Rabinovich

Es una fría noche de junio en la margen occidental del inmenso lago Titicaca. El año es 1811 y nada hace presagiar el desastre inminente. El Ejército Auxiliar del Perú —el primero y más poderoso ejército de la Revolución rioplatense— descansa confiado a pocos kilómetros del río Desaguadero, el límite físico entre las Provincias Unidas del Río de la Plata y el Virreinato del Perú. Es una fuerza invicta, que viene cosechando laureles desde su partida de Buenos Aires, hace ya casi un año. En su arrolladora marcha hacia el norte, en sólo nueve meses, recorrió 3.000 kilómetros de caminos escabrosos, derrotó a la Contrarrevolución en Córdoba, destrozó a las fuerzas realistas en Suipacha y ocupó las riquísimas provincias del Alto Perú. La tropa, animada por el fuego sagrado de la libertad, desprecia a un enemigo al que ya ha visto correr varias veces. Antonio González Balcarce y Juan José Castelli, los jefes patriotas, descuentan la victoria final sobre el ejército de milicias peruanas que José Manuel de Goyeneche ha organizado a su frente. Ya hacen planes para su entrada conquistadora en Lima, para la liberación definitiva del continente y, sin poder confesarlo, para su regreso triunfal a Buenos Aires, donde los espera un futuro político más que promisorio. Son tiempos gloriosos para los revolucionarios. América va a dar al mundo un espectáculo capaz de hacer empalidecer a la Revolución Francesa.

Doce horas más tarde, de ese Ejército Auxiliar del Perú no queda nada. La tropa realista se ha apoderado de sus dos campamentos y bebe su aguardiente, come sus provisiones y se reparte sus caudales. Los cañones, los fusiles, las municiones, todo ha caído en manos del enemigo. Sin embargo, esos seis mil hijos de las Provincias Unidas que hasta ayer eran los defensores de la patria no han muerto. Viven, respiran, pero huyen despavoridos. Corre cada hombre por su lado, enloquecido de sueño y de hambre, desesperado de miedo, quebrándose de cansancio. Castelli y Balcarce también huyen solos por entre los cerros, como vulgares dispersos, sin poder conseguir un mísero fusilero que se digne a escoltarlos. Nadie cumple órdenes, nadie se ocupa más que de sobrevivir. No hay más ejército, no hay regimientos, no hay ni jefes ni soldados. El Alto Perú está perdido para siempre. La Revolución tiembla.

¿Qué ha ocurrido? ¿Cómo se explica un vuelco semejante de las circunstancias? Todos los protagonistas, todos los testigos, concuerdan en un punto sorprendente de su diagnóstico: los batallones revolucionarios no fueron deshechos por la superioridad del enemigo, por el número de bajas sufrido ni por la imposibilidad de seguir combatiendo. Simplemente, en un momento dado, se desató una fulgurante ola de pánico que recorrió las filas del ejército hasta deshacerlas por completo. Los efectos de este pánico fueron tan devastadores que, incluso varios días después de la batalla, a decenas de kilómetros del enemigo y cuando ya no corrían ningún peligro, las tropas seguían huyendo sin que los oficiales ni las autoridades locales lograran detenerlas.

* Introducción.