Tuvo que acostumbrarse a pasar horas junto a su hijo y que todo sea silencio absoluto. Ni una palabra. Ni un quejido. Nada. Tuvo que habituarse a que la llamen de la escuela y le digan que el pequeño de siete años se escapó y no lo encuentran. O se enojó porque no le dieron su taza y entonces se puso un poco violento. Tuvo que adaptarse a la idea de que a su niño nunca lo inviten al cumpleaños de un compañero. Y a que cada salida sea sinónimo de que “todo puede pasar”.
Florencia Rodríguez se levanta a cada rato mientras dura la entrevista. Va hasta el patio de juegos del bar y chequea que todo esté bien. Le anticipa a Martín, de 7 años, lo que harán en los próximos minutos. Saber lo que va a hacer le da seguridad al niño y evita (a veces) que tenga algún ataque de nervios.
Martín, cara finita y expresión sonriente, revolotea por el lugar. Poco le interesa lo que pasa alrededor. Está en su mundo. Un mundo al que Florencia quisiera entrar aunque sea unos segundos para entenderlo más. Antes de que cumpliera un año los médicos le dijeron que el pequeño tenía autismo. Desde entonces, ella y su familia enfrentan múltiples desafíos: luchan sin éxito hasta ahora para integrar al pequeño a la escuela, enfrentan la discriminación y, como no tienen obra social, no encuentran lugar para tratar al niño.
Es lo que le ocurre a la inmensa mayoría de quienes tienen familiares diagnosticados con algún trastorno del espectro autista (TEA) y no cuentan con una pensión u obra social. En nuestra provincia no hay escuelas públicas específicas para estos chicos y adolescentes y tampoco centros terapéuticos estatales. Sólo hay un servicio en el hospital Avellaneda que se dedica principalmente a diagnosticar el trastorno y está desbordado, según denuncian las madres.
“El autismo es el gran desconocido de la educación y de la salud pública”, denuncian los integrantes de la fundación “Azulcea”, que nuclea a padres de chicos y adolescentes con autismo en Tucumán. Ahora que comienzan las clases es cuando más sufren el drama: la mayoría de los establecimientos no los quieren anotar, les dicen que no hay lugar o o que ya no pueden recibirlos sin maestra integradora.
“Tampoco tenemos un centro de tratamiento público adónde llevarlos”, reclama Mónica Rodríguez, mamá de Juan, de 12 años, que tiene autismo severo. Las mamás que no poseen obra social están desesperadas. No es para menos. El tratamiento completo de sus hijos, según sus estimaciones, cuesta por mes alrededor de $ 45.000 (incluye fonoaudióloga, psicólogo, psiquiatra, terapista ocupacional, maestra integradora, medicamentos y transporte, entre otras cosas). Como no tienen ese dinero, los chicos se terminan quedando en la casa, aislados y sin avances. “O sea, todo lo contrario a lo que se necesita para enfrentar el autismo, que es socializar”, remarca Mónica.
En el caso de Martín, la situación es más grave porque sus papás no tienen ni siquiera trabajo y están pensando en sacarlo de la escuela a la que va porque sólo les trae inconvenientes y no lo están integrando bien. Tampoco le fue bien a Verónica Pérez con la integración de su pequeño Bautista (6). Por eso optó por inscribirlo en una escuela especial.
“Lo ideal sería que haya una escuela para niños autistas, así como hay para ciegos e hipoacúsicos. El establecimiento debería ser el primer lugar al que concurran los chicos con TEA, y que luego de allí puedan pasar a escuelas comunes integrados. En Misiones esta experiencia es muy buena porque cumple el objetivo de sociabilización”, remarcan. “Aquí sólo encontramos trabas y discriminación. Hay muchos prejuicios. Apenas les decís que tu hijo tiene autismo, les da pánico”, resaltan.
La sociabilización para estas madres no es un dato menor. Al contrario. No sólo porque todas han tenido que dejar de lado sus empleos y pasatiempos para dedicarse íntegramente a sus hijos. El mayor miedo que tienen es qué será de ellos cuando sean adultos y ellas ya no estén. El autismo es una enfermedad que no se cura. Que consigan autonomía es primordial.
“En la fundación tenemos chicos adolescentes con depresión, con intentos de suicidio. La situación es más grave cuando pasan los años”, advierte Rodríguez. Ella y Fanny Miranda, mamá de Brandon, han pasado por situaciones dramáticas, han tenido que soportar los golpes de sus hijos, o que sus familias no las ayudaran, entre otras cosas. Lo cuentan con ese brillo en los ojos que anuncia cuando estamos al borde de las lágrimas.
Hacen el esfuerzo de sacarlos a pasear. No duermen de noche. Porque sus niños tampoco lo hacen. Su vida es la agenda de los hijos. Deben anotar todo lo que harán. Porque cualquier cosa que quiebre esa “rutina salvadora” es un riesgo de que ellos exploten. Silvia Lescano llegó a comprarle un casco a su hija Luciana (9) para que no se dañe cuando se golpea la cabeza contra la pared.
Han llorado todo lo que se puede llorar. Y han entendido que deben actuar. Pedir ayuda. Dejar de ser invisibles. “Necesitamos que haya más profesionales capacitados para diagnosticar y tratar los trastornos del espectro autista. Cada vez hay más casos, pero también es cierto que se sobrediagnostica. Especialmente, pedimos que los tratamientos dejen de ser un lujo al que solo algunos con obra social o plata pueden acceder”, concluyen las madres. No sin antes aclarar que el autismo es una condición, no una enfermedad. Dura toda la vida. Ayudarlos no es un capricho. Es una urgencia, resaltan.