El proceso histórico es conocido. Las bibliotecas públicas empezaron a extenderse en la Argentina durante la presidencia de Domingo F. Sarmiento, gracias a su entusiasmo y al de su ministro de Instrucción Pública, el tucumano Nicolás Avellaneda. Luego, bajo la magistratura de este último, aquel impulso, lejos de detenerse, se incrementó de modo visible.
Tal envión de cultura llegó hasta casi la mitad del siglo pasado. Ciñéndonos a Tucumán, digamos que hacia esa época empezaría -lenta pero inexorablemente- una declinación que culminó en la triste situación actual. Hoy, las grandes bibliotecas públicas han desaparecido de la ciudad. La prensa las menciona, cada tanto, sólo para destacar su estado de abandono y la práctica imposibilidad de consultar sus anaqueles. La Sarmiento y la Alberdi constituyen ejemplos por demás ilustrativos, y las únicas -de envergadura- que funcionan en esta capital, son las dependientes de las universidades.
El Estado y las empresas, debieran aunar esfuerzos para revitalizar esos centros de cultura.
Fueron las bibliotecas de Tucumán, además, centros de irradiación espiritual. Bajo su sello se editaban libros y revistas; nacían movimientos literarios, como el Grupo Septentrión y la revista “Sustancia”, y hasta alumbraban instituciones. No es ocioso recordar que la idea de la Universidad de Tucumán nació en aquellos “cursos libres” que se dictaban en la Sociedad Sarmiento. Además, se invitaba a disertar a figuras del pensamiento. Así los tucumanos pudieron escuchar a Pedro Goyena, a Ortega y Gasset, a Lugones, y a Ricardo Rojas.
Mirando el deprimente panorama actual, no cabe sino preguntarse cuál ha sido la razón de nuestra indiferencia respecto de estas instituciones que durante tanto tiempo fueron fomentadas y respetadas. No solamente las ha ignorado el Estado, sino también las empresas y las fuerzas vivas. No hemos logrado que estos centros se hayan arraigado como propios en el espíritu de esa comunidad, que un día resolvió volverles la espalda. Hoy, cualquier club deportivo tiene más posibilidades de recibir ayuda oficial y privada, que estos centros sobre cuya importancia resultaría ocioso enumerar argumentos. Porque, a pesar del enorme avance de las computadoras, los libros siguen siendo un insustituible alimento para el espíritu.
Nos parece que se hace necesaria una corrección sustancial de la conducta pública y privada. Tanto el Estado como las empresas, tendrían que revitalizar las bibliotecas. Hablamos no solamente de informatizar su contenido, de manera de convertir en veloz la consulta. Es necesario que se actualice su patrimonio bibliográfico, a través de convenios con las editoriales. Debe dotárselas de fondos para restaurar ejemplares valiosos deteriorados por el abandono. También, es preciso remodelar sus locales, de manera que se conviertan en sitios atractivos para el lector, condición de la que hoy carecen.
Justificadamente, Tucumán suele envanecerse de su actividad intelectual, de las casas universitarias con que cuenta, de su movimiento teatral y musical, de sus exposiciones de artes plásticas, de congresos, cursos y conferencias que llenan nuestro calendario cultural. Pero, curiosamente, en ese panorama parece no haber lugar para las bibliotecas, a pesar de que, paradójicamente, se insiste en la necesidad de difundir la lectura y hay “ferias” de libros. Pensamos que este tema, trillado para nuestros comentarios editoriales, merece ser encarado alguna vez con la profundidad que tiene, para modificar su realidad actual.