“Yo escucho hablar de la India y me pongo nervioso”, me dijo un día un amigo en un velorio, después de preguntarme si yo seguía frecuentándola.

Su declaración, que puede parecer frívola –y que de hecho me hizo sonreír- estaba referida, por supuesto, a los consabidos juicios y prejuicios acerca de este bendito país: la pobreza, la proliferación de manosantas y trapaceros, la polución visual y sonora, la insistencia insoportable de sus mendigos y esa cierta extravagancia de sus ritos… por nombrar solo algunas “rarezas” con que nos topamos aquí los occidentales.

Pero mi amigo, sin saberlo, expresaba además una paradójica intuición, un distraído rechazo. Porque si hay una tierra cuya enseñanza, a pesar de todo, está abocada a “calmar los nervios”, esa es la India. En efecto, el ahondar sobre la naturaleza de la mente ha sido y es, junto con su misticismo, la vocación principal de su filosofía. Y si hay un Maestro por antonomasia de esta sabiduría, es Ramana Maharshi. Instaba a la autoindagación a través del “¿quién soy?” (que, por empezar, implica despojarse de todo aquello que esencialmente no somos).

Cada Maestro o Swami –y estoy hablando de los genuinos, se entiende- tiene una manera de transmitir su Upadesa o enseñanza. En mi opinión, el lenguaje de Ramana es la sobriedad, la perfección elocuente del silencio.

“Bhagavan” alcanzó su iluminación muy joven y huyó de su casa natal hacia Tiruvannamalai, en el sur de la India, llamado por el encanto del nombre de Arunachala, esta montaña sagrada a cuyos pies, en su Ashram, escribo.

Durante los primeros tiempos, era tal su grado de absorción en el Ser -Atman, Brahma, Dios, cualquiera de sus nombres-, que se refugió en Virupaksha, una cueva en la ladera este, durante diecisiete años, más de la mitad de los cuales estuvo en silencio. Solo se dispuso a volver al mundo del Samsara -de lo relativo e ilusorio- por insistencia de quienes empezaron a rodearlo buscando la Verdad, atraídos por su poderosa energía. Por consideración a ellos –y casi resignado a ejercer el servicio de su sabiduría- tuvo que ponerse a estudiar las Escrituras, para encontrar las palabras que explicaran lo que él, en realidad, ya sabía.

Intelectuales de todo el mundo, especialmente europeos, acudían a conocerlo. Algunos, incluso, con ánimo de debatir con él. Ramana rehuía las discusiones, pero contestaba las preguntas genuinas, que provenían del Corazón (con mayúsculas); ignoraba las disquisiciones puramente teóricas, las racionalizaciones. Y para bendición de quienes lo consultaban desde ese lugar, al cabo de unas horas de indiferencia del Maestro, terminaban conquistados por la efusión de su cercanía y su don de aquietar la mente con la silenciosa irradiación de su presencia.

El carisma del Maharshi, a pesar de haber muerto hace casi setenta años, aún se respira en su Ashram. Basta con mirar su rostro, la expresión más bondadosa, tierna y compasiva del mundo. Quiero decir que todavía es posible sentir a Ramana. Y esto reafirma lo que él mismo dijo poco antes de morir, frente a la desesperación de sus devotos: “¿Adónde voy a ir?”

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Fernando Sánchez Sorondo - Escritor.