En 2010, al recibir el Premio Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa pronunció estas palabras memorables: “la nuestra será siempre, por fortuna, una historia inconclusa. Por eso tenemos que seguir soñando, leyendo y escribiendo, la más eficaz manera que hayamos encontrado de aliviar nuestra condición perecedera, de derrotar a la carcoma del tiempo y de convertir en posible lo imposible”.
Claras y contundentes, los dichos del escritor peruano hacen eco también en nuestros días. De hecho, para la actual generación de jóvenes inconformes, la tarea tal vez sigue siendo la misma que la de Vargas Llosa. Impedir que se continúe retrocediendo puede ser un gran avance. Por eso el replanteo de la educación -de lo que la educación puede significar en un mundo que lucha contra su propio exterminio-, está entre los pasos impostergables que nos falta dar.
De hecho, hemos entrado en una fase en la que es tan grande el desánimo que sobran las palabras, o que los términos se nos antojan huecos y vacíos de tanto ser pronunciados. Estamos, como diría Sandor Marai (el gran novelista húngaro), en uno de esos momentos en los que las palabras se han vuelto inútiles, como los monumentos: “se han convertido en ruido... su sonido se ha distorsionado”.
Y tiene razón Marai: no es el momento de las palabras. Pero tal vez sea el momento de la acción. Sí, porque la Argentina requiere -hoy más que nunca- una catarsis ética. Más incluso que una recuperación económica.
Precisa poder volver a confiar en aquellos que nos representan y que se erigen en portavoces de los intereses de todos. Porque la corrupción ya no es sólo un pecado individual; es una multinacional globalizada que está haciendo estragos en todos los puntos cardinales. En la Argentina tenemos una ex presidenta procesada por múltiples causas, pero en España la corrupción también salpica a la Casa Real; y en Roma, prelados ilustres del Vaticano acaban en la cárcel o los tiene que expulsar el Papa.
Tal vez por eso existe la sensación de que nos encontramos viviendo en una especie de Sodoma y Gomorra de la corrupción. Aunque siempre se relacionó aquella metáfora del castigo bíblico con los pecados del sexo, una tradición rabínica explica que los pecados eran de “apego a las ganancias”, de excesiva codicia; lo que les habría llevado a abandonar a los más necesitados. Se trataría, entonces, de un pecado de corrupción y avaricia. Ni más ni menos como sucede hoy en nuestra sociedad.
De hecho, el mismo papa Francisco se encarga de recordar en sus homilías que el gran defecto de nuestra sociedad es que faltan hombres justos. Por si hiciera falta recordarlo: en el libro del Génesis, el patriarca Abraham les pide a los dos ángeles que le anunciaron la destrucción de Sodoma y
Gomorra, que solicitaran a Dios misericordia y perdón. Y Dios acepta, pero pone una sola condición: que Abraham encuentre en Sodoma y Gomorra por lo menos a diez hombres justos. Por supuesto, el patriarca no los pudo encontrar y la justicia de Dios cayó sobre aquellas ciudades como un rayo letal.
¿Es posible encontrar hoy un puñado de hombres públicos justos y éticos, para quienes la honradez aparezca aún como un valor digno de ser ejercido? ¿Habrá aún “diez justos”, “diez no corruptos” que se animen a dar el ejemplo en la política, en la justicia y hasta en el deporte? Es muy probable que sí... Por nuestro bien, pensemos que sí; que esos hombres justos -a quienes Jorge Luis Borges les dedicó uno de sus poemas más famosos-, andan por ahí y que sólo falta que se hagan visibles.
Los filósofos romanos decían que no hay nada peor que “la corrupción de los mejores”. Y lo mejor de la sociedad son están quedando huérfanos de figuras simbólicas: Mandela ya se ha ido; las Madres de Plaza de Mayo cayeron aplastadas por el veneno de su propios dirigentes; las abuelas, por el pecado de omisión; y la clase dirigente... bueno, la clase dirigente hace tiempo que ha perdido el rumbo.
Su misión de rehacer el mundo -como proponía Albert Camus- ha sido categóricamente olvidada. Solo queda recuperar la decencia a fuerza de entender cabalmente nuestros propios desafíos. Y el más importante de todos es lograr una verdadera revolución educativa, para poder crear civismo. Porque lo que más necesitamos son ciudadanos, no habitantes ni consumidores.