Alos devotos vecinos de San Miguel de Tucumán, en la época de la colonia y durante varias de las décadas que siguieron, les causaban comprensible pánico los fenómenos de la naturaleza, respecto de los cuales estaban muy poco protegidos. Ante una gran sequía, rezaban con fervor a los vicepatronos de la ciudad, San Simón y San Judas Tadeo, ofreciéndoles una novena. El Cabildo ordenaba la concurrencia obligatoria a tales rezos y el cierre total de los comercios ese día, el 28 de octubre.
El fenómeno contrario, de las grandes lluvias con descargas eléctricas, era igualmente temido. Piénsese que el pararrayos recién llegó a la ciudad en 1864. Para conjurar aquellas calamidades, se oficiaba siempre la misa votiva a Santa Bárbara en su día, el 4 de diciembre, misa que se repetía en cualquier ocasión en que las tempestades aterrorizaran a la población. Era común que, al escuchar el estallido de un rayo, las señoras se persignaran, a tiempo que exclamaban “¡Santa Bárbara bendita!”.
En sus “Tradiciones históricas”, el historiador Bernardo Frías recuerda que, cuando se desencadenaban las cataratas del cielo, los vecinos tomaban los trozos de palma benditos, que conservaban desde el Domingo de Ramos, y los ponían en la calle para impetrar a la divinidad el cese del aguacero.
Narra que al obispo de Salta (de quien dependía entonces la diócesis de Tucumán), fray Buenaventura Rizo Patrón, durante “una tarde de espantosa tempestad, de aquellas que se desarrollan en los trópicos”, se lo veía salir “recién recibido del mando, al balcón de su palacio, provisto de agua bendita, del ramo necesario para esparcir sus gotas, del libro de sus preces”. Desde allí, “comenzaba a conjurar la lluvia torrencial, el trono ensordecedor, el deslumbrante relámpago, el mortífero rayo, la audaz centella”… Esto ocurría en los años 1860.