Algunos párrafos de las actas del Cabildo de San Miguel de Tucumán, ilustran sobre las torturas que se aplicaban comúnmente a los prisioneros en el siglo XVIII. Por ejemplo, el 22 de enero de 1774, el Alcalde de Primer Voto expresaba a los demás regidores, que la ciudad necesitaba “un potro en que castigar a los agresores que merezcan esta pena”.

El referido “potro” estaba confeccionado por una tabla, sobre la cual se colocaba al reo, atado de pies y manos. En un extremo estaba equipada con una polea, mediante la cual se iban estirando las extremidades del castitgado, hasta que se dislocaran.

Años más tarde, en una visita a las cárceles que realizó el Cabildo, exactamente el 4 de diciembre de 1795, se verificaron las “prisiones”, como se denominaba a los instrumentos que se usaban para asegurar o para disciplinar a los cautivos. Entre ellos, estaban “diecisiete pares de grillos bien acondicionados, tres planchas, dos esposas, tres cadenas, todo en buen uso, y un cepo”.

El “cepo” era un instrumento tradicional para el castigo de los prisioneros, e integró el temible ajuar de las cárceles argentinas hasta fines del siglo XIX. Diego Abad de Santillán lo define con precisión. Expresa que “el cepo clásico” estaba “hecho de dos grandes trozos de madera dura; una especie de vigas unidas por bisagras en un extremo y cerradas, por el otro, mediante un candado”. Agregaba que “en la parte por donde coinciden, cada una de esas vigas tiene caladuras semicirculares que, al cerrarse el cepo, forman el agujero circular donde se aprisiona el cuello del castigado. Algunos cepos tenían también aberturas de menor diámetro, para aprisionar simultáneamente las muñecas del hombre que era sometido a tal tortura”.