En Wycoller hay un puente célebre. Wycoller es un poblado del norte inglés ubicado en la provincia de Lancashire, cuya capital es Lancaster. Al sur de esta provincia, una de las 47 que conforman Inglaterra -condados le dicen- se encuentra el reino de Gales, recostado sobre el Mar de Irlanda, y al norte casi limita con otro reino, Escocia.
Wycoller está en el medio de tres grandes ciudades: Manchester, unos 30 kilómetros al sur; Leeds, unos 20 kilómetros al este; y Lancaster, sobre la costa oeste inglesa, más o menos a la misma distancia.
Precisamos estas coordenadas para comprender que nos estamos refiriendo al ombligo de la Gran Bretaña, una de las cunas del hombre occidental.
El puente que hay en Wycoller no es uno más. Está considerado el más antiguo del planeta, construido por el hombre, y que aún se puede utilizar (fue reparado muchas veces).
Estiman que tiene unos 10.000 años, es decir que data de cuando el hombre todavía transitaba el período Neolítico.
Otro dato para contextualizar: hace 10.000 años Gran Bretaña aún estaba unida al continente europeo. Se separó en el 6.500 AC, cuando se derritieron los glaciares, subió el mar y se convirtió en una isla (cientos de islas).
Este puente se llama Clam Bridge -Puente de Almeja- y es un caso extremo. En realidad, los verdaderos inventores de los puentes modernos, como hoy los conocemos, fueron los romanos. Incluso, algunos muy antiguos en China, que aún siguen en pie y en uso, como el puente Anji, del año 605, son herencia romana. Es por eso que en chino tradicional puente significa “Paso de Marco Polo” o “Camino de Marco Polo”.
En Italia y en otros territorios que ocupó el Imperio Romano, como España o Turquía, todavía hay varios puentes en pie que tienen entre 1.000 y 2.000 años.
Algunas de estas construcciones soportaron decenas de terremotos, crecidas, guerras, bombardeos. Pero ni siquiera estos genios de los pontones, viaductos y pasarelas son infalibles. Hace poco más de un mes se desplomó un enorme puente en Génova, de 90 metros de altura, que tenía tan sólo 60 años. Murieron al menos 38 personas.
Puede pasar. La Tierra está en constante movimiento, ocurren desastres naturales o fenómenos climáticos intensos. También falla el hombre. Cometemos errores en los cálculos, en la elección de los materiales, en el mal uso de las construcciones o en la falta de mantenimiento.
Puede pasar. Pero cuando pasa algo que no ocurrió nunca antes se denomina cambio de paradigma. Y es lo que seguramente pasará en la ingeniería moderna, que empieza a inaugurar un nuevo capítulo en su historia y que probablemente comience a enseñarse en las universidades del mundo: Los puentes tucumanos. The tucson’s bridges.
Algo (no) habremos hecho
Que en menos de tres años se hayan fracturado 17 puentes en Tucumán, sumando el que cayó el jueves sobre el Canal Sur, debe ser, sin dudas, una marca Guinness.
Un contundente cambio de paradigma en la arquitectura de este siglo. Algunos se desplomaron en su totalidad y otros sufrieron daños tan graves que tuvo que interrumpirse la circulación. Hay casos en que no llegaron a cumplir dos, tres o cuatro años desde su inauguración, como es el caso del que se cayó anteayer.
Suman 19 los puentes con fallas constructivas desde 2015, si contamos los dos peatonales sobre Córdoba y Mendoza, entre Marco Avellaneda y Suipacha, cuya obra (lleva cinco años sin terminarse) se suspendió hace unos días, cuando se detectaron grietas en las estructuras.
Y totalizan 21 obras defectuosas, si añadimos a los dos túneles -al fin, una especie de puentes subterráneos- ubicados también en Córdoba y Mendoza, que acusan fallas importantes, como que se inundan cada vez que llueve y cada vez que no llueve.
Así podemos estar largo rato sumando porotos al récord tucumano del desastre en la obra pública, como cimientos que cedieron en el flamante Lomas de Tafí, rajaduras en el hormigón de la nueva ruta 38, además de todo el entramado de corrupción detectado en el Instituto Provincial de la Vivienda, en la Dirección de Arquitectura y Urbanismo, y en obras con financiación nacional incompletas o que nunca se hicieron (pero se pagaron), como la escuela de José López en Concepción o el tren interurbano entre la capital y esta ciudad del sur tucumano, que en los papeles figura como terminado e inaugurado. De locos.
Interminable lista si contamos también como obras mal resueltas a las que nunca se hicieron pero se anunciaron más de cien veces: ampliación de la red de cloacas y de agua potable, mejoras en los accesos viales del área metropolitana, limpieza y recuperación del río Salí, parque de La Costanera, ciclovías del Bicentenario (y ciclovías de la capital), centro cívico, ciudad deportiva y estadio único, metrobuses, autopista a Las Termas, autopista a Metán, finalización de la ruta Hualinchay-Colalao del Valle, ruta a los valles por Quebrada del Portugués, dique Potrero de las Tablas, dique Potreros del Clavillo, centro de alto rendimiento en Tafí del Valle, reubicación y urbanización de 200 villas de emergencia, centros turísticos en San Javier y en El Cadillal, revalorización de El Bajo, remodelación de Plaza Independencia, y un largo etcétera en rubros que van desde el tratamiento y disposición final de la basura hasta las malditas inundaciones, producto de la urbanización descontrolada y la agricultura voraz.
No son ustedes, somos nosotros
Los tucumanos vivimos como narcotizados frente a una situación que es cada vez más grave; una encerrona neurótica con trastornos en la memoria de la que no podemos salir desde hace décadas.
No importa si las obras son nacionales, provinciales o municipales, el desenlace siempre es el mismo. Las rutas nacionales que atraviesan la provincia son un ejemplo palmario, como la 40, la 9, la 157 o la 38. Están en perfecto estado de pavimento, pintadas y señalizadas hasta que ingresamos a Tucumán o desde que abandonamos el territorio. Hasta las jurisdicciones nacionales aquí fracasan.
Algo nos pasa y la responsabilidad no recae únicamente en las incompetentes gestiones que supimos conseguir o que nos tocaron en un perdidoso reparto de la democracia.
Porque tenemos gobernantes a los que no se les cae una idea, incapaces hasta de limpiar una banquina o de colocar un cartel como corresponde, pero también tenemos empresarios cómplices que hacen puentes que se caen, casas que se hunden y edificios que hacen reventar las cloacas.
No hablamos de que construyan el Pontchartrain Causeway de Louisiana, EEUU, de 38 kilómetros sobre un lago profundo, ni el puente de agua de Magdeburgo, Alemania, donde un río pasa por encima de otro río con barcos de gran porte navegando. No hemos podido ni señalizar dignamente los ingresos a una ciudad, donde por otro lado circulan más de 5.000 taxis truchos coimeando a troche y moche.
Ventiún puentes en tres años es una tragedia de dimensiones dantescas en la que todos los responsables, directos e indirectos, públicos y privados, deberían autoexiliarse para siempre.
Pero no, eso no pasará jamás. Los públicos, esos que firman los finales de obra, van a seguir siendo candidatos, todos, y los privados seguirán ganando licitaciones, una tras otra.
Que se nos caigan los puentes no es una coincidencia, es una metáfora de nuestra fatalidad. Pontífice, vocablo que en la actualidad se utiliza para nombrar al Papa, proviene del latín pontifex, que significa “constructor o hacedor de puentes”.
Hacía referencia, en el sentido religioso, a los elegidos que podían tender puentes entre Dios y los hombres, aunque también en la antigüedad las personas eran definidas por su ocupación, por su oficio o por su especialidad. Y hacer puentes era algo muy importante.
Nosotros, los tucumanos, lejos de tender puentes, los hacemos defectuosos y los tiramos, no sólo los puentes carreteros o peatonales, los puentes hacia el desarrollo, los puentes de la confianza y la honestidad, los puentes que nos llevan al futuro, porque desde hace décadas lo único que hacemos es matar al pontífice que llevamos dentro.