Su meta era olvidar. Por eso la hoja del 6 de junio había sido arrancada de todos los calendarios. 1976 jamás había existido. Para Serafín Mendizábal, esa era la única forma de volver a la vida. Olvidar. , como lo bautizaron los muchachos del barrio Ciudadela, había vuelto a reír, a abrazar a su esposa, Lucrecia Villagra, a jugar con sus dos hijos... Pero no había podido retomar la carrera la carrera de ingeniería eléctrica que estaba cursando en la Universidad Tecnológica Nacional cuando se lo llevaron aquel día innombrable.
El 28 de mayo, sus hijos Carlos y Marita (Lucrecia ya no está) lo abrazaron y lloraron junto a él. Su padre había logrado su sueño de juventud: a los 78 años consiguió su título universitario de ingeniero electrónico. No fue su único mérito, o por lo menos no fue el primero. Lo principal fue haber regresado a la Universidad después de 40 años. Vencer el prejuicio de retomar la carrera a los 65 años, poco antes de jubilarse. Y convivir con jóvenes que podían ser sus nietos.
Con parsimonia, eligiendo con lupa cada palabra, Popi cuenta su historia a LA GACETA. Estamos en un bar del parque Avellaneda, muy cerca del jardín Semillitas de donde Popi acaba de recoger a su nieto Bernabé, de cuatro años. Sorbe sin prisa su cortado. Ha traído varias fotos donde están él y su esposa, emblemática trabajadora social del Servicio de Asistencia Social Educativa (SASE) que luchó y consiguió la apertura de varias escuelas en barrios humildes. Con voz gastada cuenta que no es tucumano, nació en Villa María, Córdoba, en 1940. “Trabajé desde los 15 años y como no podía costearme los estudios en la universidad me inscribí en la Escuela Industrial de la Nación. Me compré un cuaderno de 200 hojas y ahí tenía todas las materias. Egresé y comencé a trabajar como técnico electricista. Todos creían que yo era ingeniero porque sabía mucho, me encantaba lo que hacía”. Sonríe y mira a lo lejos.
En la UTN Popi fue presidente del Centro de Estudiantes, pero el día que pusieron una bomba y el Ejército rodeó la Facultad y detuvo a varios estudiantes, ya había dejado ese cargo. “Yo pertenecía a la Agrupación Unidad Reformista de la Federación Juventud Comunista. Los uniformados rodean la manzana y después entran en la facultad y me secuestran junto a otros compañeros. Yo no había cometido ningún delito. Me torturan. Cuando se dan cuenta de que yo no sabía nada de lo que me preguntaban me liberan”. El relato, atroz, se llena de precisiones, de datos, de dolor.
Popi ya no fue el mismo después de aquella experiencia. Pero fingió serlo. “Un día, una compañera de estudios de mi hija me pide que la ayude a hacer un trabajo sobre la dictadura militar. Sabía que me iba a costar, pero no le podía decir que no, Y comencé a hablar...”. Muy pronto la amiga de su hija se arrepentiría al ver el torrente de lágrimas que había desatado, como quien abre la compuerta de un dique colmado.
“Me quebré y no pude parar de llorar. Jamás me había pasado algo así. Mi esposa, asustada, consulta a un grupo de psicólogos del SASE y ellos determinan que lo mejor era que yo volviera a la facultad. Era la única manera de curarme, enfrentar ese dolor”, relata, ya sin dramatismos.
“No fue fácil volver. En primer lugar porque mi legajo había desaparecido. Había perdido mi estado académico. Tenía cursado hasta 5° año pero no me valía, debía volver a hacer todo. Cambié y comencé la carrera de ingeniería electrónica desde el principio. Los profesores y los compañeros me ayudaron en todo. Me abrazan cuando me ven. Aprendí mucho de los jóvenes, especialmente con la computadora, ellos vuelan”, ríe. Ahora está jubilado. Y su cabeza está llena de ideas innovadoras sobre la universidad y a full con la tecnología. A su nieto le regaló una notebook cuando cumplió tres años. A Popi UTN le abrió la puerta al futuro y, al hacerlo, lo ayudó a vencer el cerrojo que había en su pasado.