El hallazgo de que solo el 0,5% de las causas penales sobre hechos de corrupción con trascendencia pública iniciadas entre 2005 y 2017 logró una condena firme implica que casi no hay incentivos para denunciar el uso indebido del Estado en Tucumán. Aún así, la investigación desarrollada por LA GACETA con el patrocinio de Chequeado y la dirección del periodista Hugo Alconada Mon revela que en ese período las justicias provincial y Federal iniciaron al menos 219 expedientes para investigar posibles delitos cometidos por funcionarios públicos. No es un volumen menor: la cifra equivale al 10% de los procesos abiertos por sospechas de corrupción en la Justicia Federal de todo el país durante dos décadas (1996-2006), según la auditoría reciente del Consejo de la Magistratura de la Nación.
Si en principio la impunidad de los poderosos es tan potente que salen ilesos en el 99,5% de los casos radicados en Tucumán, la pregunta es por qué, aún así, cada año los Tribunales ordinarios y de excepción abren un promedio de 22 expedientes sensibles. Aunque existe -todavía- un sector judicial minoritario comprometido con su tarea y dispuesto a esclarecer las denuncias, un príncipe del foro explica la paradoja con la teoría de que la corrupción practicada sin pudor y su ventilación en la prensa libre siguen presionando al sistema vencido por el partidismo político. Como diría el juez federal porteño Ariel Lijo, exponente de la corporación que controla Comodoro Py, ante la evidencia indisimulable de los saqueos al erario se imponen la impostura y las puestas en escena, ¿tal vez para mantener la apariencia de la igualdad ante la ley? Otro interlocutor advierte que la estadística negativa estaría haciendo su tarea pedagógica en la comunidad, y que cada vez pagan un costo mayor los fiscales y jueces que hacen la vista gorda a la corrupción. En la base de datos elaborada por la investigación de LA GACETA-Chequeado consta que algunos integrantes de la magistratura y del Ministerio Público fueron sistemáticamente funcionales a los excesos y escándalos del poder. Para verlo sólo hay que querer ver: los datos están disponibles en la web (lagaceta.com.ar/busqueda-denuncias).
La Justicia que no se entrega a la dilucidación de las causas penales más delicadas desde el punto de vista de los intereses económicos, políticos, morales y colectivos en pugna deviene en una caricatura de sí misma, y comienza a ser percibida como un artefacto obsoleto e irrelevante, para colmo carísimo. En ese sentido, habría un hilo lógico y casi tangible entre las conclusiones de la pesquisa periodística sobre la impunidad de las causas de la corrupción, y los resultados del último estudio de victimización del Instituto Nacional de Estadística y Censos (Indec). Ese sondeo acerca de la inseguridad indica que los tucumanos sobresalen en el contexto argentino por su conocimiento de las fiscalías y de los tribunales, y, también, por la desconfianza que les tienen: es el índice de desprestigio más alto del país.
El fracaso de la misión republicana de poner límites a las capas sociales superiores aparentemente resta credibilidad a la actividad desplegada en los planos restantes. De poco y nada valdría a fiscales y jueces ser implacables con motoarrebatadores y rateros si la criminalidad mayor -que de ordinario se sirve de la menor- opera a sus anchas en un campo virtualmente liberado. Y parecería que la imposibilidad de controlar a los poderosos poluciona la capacidad de avanzar contra los bandidos débiles (léase marginales adictos): en 2017, un gurú del Derecho Procesal Penal advirtió que en Tucumán existía un esquema judicial disfuncional que, para salvar a la delincuencia de saco y corbata, generaba impunidad a granel, sin distinciones. Sería la hipótesis del desastre completo. Los números del rendimiento del fuero penal provincial avalan el diagnóstico del especialista: el año pasado, ese departamento central de la Justicia abrió 100.000 causas y enjuició únicamente 265.
El desempeño de los Tribunales locales es incluso más deficitario que el que exhiben los estrados de Comodoro Py, “cuco” de los poderes judiciales argentinos, que logró juzgar ocho de cada 100 expedientes de corrupción iniciados en las últimas dos décadas, según la auditoría del Consejo de la Magistratura de la Nación. Esta situación insostenible inquieta a ciertos jueces de juicio que en voz baja observan que un grupo significativo de fiscales, funcionarios encargados de custodiar los intereses de la sociedad en la Justicia, no prioriza las causas que entrañan el mayor interés público y que, por ello, los procesos picantes quedan atrapados en la enigmática etapa investigativa (con el diario del lunes resulta obvio que la supresión de la Fiscalía Anticorrupción agravó el mal). Esa contradicción sería toda una síntesis sobre cómo funciona la fábrica de impunidad que descarga su humo letal sobre esta provincia. La chimenea más contaminante que se pueda concebir se manifiesta a partir de tres expresiones para nada sutiles: 1) causas dormidas en lechos donde la luz no penetra ni por casualidad; 2) archivos exprés y sin más rodeos, y 3) nivel alto de actividad procesal inconducente a la búsqueda de la verdad.
Aún con sus fugas y alivios (como las condenas en trámite de revisión contra el ex juez federal Felipe Terán, y los juicios en desarrollo del ex director de Arquitectura y Urbanismo, y de los funcionarios de seguridad imputados en el crimen de Paulina Lebbos), el mecanismo de protección a la corrupción vigente en Tucumán ha rendido frutos abundantes a quienes lo pergeñaron. Si hubiese que ilustrar el sistema con una imagen, sería la de un paisaje monocolor, donde los matices de la Justicia penal se desvanecen, y el poder luce indiviso, asfixiante e ilimitado, como si jueces y autoridades políticas jugaran en el mismo equipo. Es otra forma de decir que la independencia judicial estaría quedándose fuera del cuadro, por mucho que ciertos magistrados íntegros se esfuercen en evitar aquella catástrofe.