Durante los 13 años que siguieron a la supresión de la Fiscalía Anticorrupción, en 2005, sólo una de las 219 denuncias contra supuestos delitos de corrupción con trascendencia pública, promovidos ante la Justicia provincial o ante la Justicia Federal, registró una condena en Tucumán. Esa verdadera estadística de la impunidad (del latín impunis, sin punición) surge de la base de datos del programa “Chequeado Investigación: etapa II”, en el cual el medio digital no partidista y sin fines de lucro Chequeado revisó más de 4.700 ediciones de LA GACETA y cotejó información de funtes judiciales. Todo ello, también, a partir del proyecto de investigación de una periodista del diario que fue premiado internacionalmente.
Los condenados es esa única causa que llegó a su fin (que representa el 0,5% de las denuncias contra presuntos corruptos) no son funcionarios de primera línea de algún gobierno, sino policías: el ex comisario Enrique García y los ex agentes Manuel Yapura y Roberto Lencina. Los dos primeros fueron hallados culpables de encubrir el asesinato de Paulina Lebbos y recibieron penas de cinco y cuatro años de prisión, respectivamente. El último fue sentenciado a dos años de prisión en suspenso por falsificación de actas.
La Fiscalía Anticorrupción -creada en 2000- promovió 400 expedientes por la presunta comisión de ilícitos. Ninguno prosperó luego de que esta fiscalía fuera disuelta.
La decisión de que una fiscalía penal tuviera competencia exclusiva sobre la corrupción respondió a la convicción de que el delito contra del Estado es muy complejo: está urdido para ser imperceptible. Y su arquitectura fue diseñada para que, si es detectado, quede impune. El delito contra el Estado no consiste en que un funcionario pasa por el Tesoro y sustrae dinero. Por el contrario, se trata de una ingeniería técnica, jurídica y contable pensada para que los responsables “no dejen huellas”.
Sobre la base de esta realidad, la Justicia provincial resolvió a las puertas de este nuevo siglo que debía contar con una unidad especializada en investigar esos ilícitos. La idea era montar una estructura con profesionales especializados, porque el delito contra el Estado es pergeñado por profesionales especializados. Lo cual, necesariamente, lleva a dos reflexiones. La primera se refiere al prejuicio arraigado y extendido que carga buena parte de la responsabilidad de los males de la Provincia a los pobres. Los pobres, en rigor, son las primeras víctimas de la corrupción: lo que se roba al Estado es dinero que no podrá destinarse en infraestructura básica, que los marginados no pueden brindarse por sí mismos. Y los delitos que cometen los pobres sí reciben castigo. Acaso son los únicos que no quedan impunes. Como dice en LA GACETA Literaria de ayer el escritor Carlos Busqued: “(La cárcel) está hecha para castigar a la gente más pobre. Sólo zafás si tenés guita”.
Por el contrario, el delito de corrupción es planificado y asesorado por especialistas que han gozado de educación superior y que, por tanto, han contado con las posibilidades socioeconómicas para ello. En el año de centenario de la Reforma Universitaria de 1918, una cuenta pendiente para nuestras casas de altos estos estudios consiste en que, además de calidad académica, se ha de hacer de los claustros ámbitos de calidad humana. Además de conocimientos para formar profesionales notables, hay que transmitir valores para formar buenas personas.