Los miércoles por la tarde eran de su mamá. Por eso ella, Corita María Cristina Sosa acostumbraba a reservar algunos trámites que ella que no podía hacer sola, por su edad - el 20 de junio cumpliría 83 años -, para realizarlos junto con su hijo, Miguel Morandini, el único que tuvo, y al que estaba íntimamente unida. Miguel tenía 50 años y su altura contrastaba con la de su madre, cada vez más pequeña. Pero aún así conservaba su carácter fuerte, decidido, y a la vez creativo y muy alegre. Salvo por el hecho de que últimamente pensaba mucho en la muerte. Todo esto recuerda María Teresita Ajmat, su sobrina, que el domingo último había ido a la casa de su tía para llevarle el dulce de limas casero hecho con los frutos del árbol de esa misma casa, que Corita ya no podía cocinar.
“Me salvé de milagro; si daba un paso más, me caían todos los ladrillos encima; casi muero”
Ese miércoles Raúl Ajmat, ahijado de Corita y hermano de Teresita, estaba tomando un café en el bar El Molino, frente al edificio donde funcionaba la sala Paravicini. Habría bastado un llamado de teléfono al celular nuevo de su tía para que ella y su hijo se acercaran a tomar un café a esa hora. Pero ello no ocurrió. Entre las 20 y las 20.30 Miguel acompañaba del brazo a su madre a un local de venta de accesorios de celulares, por la cuadra de 24 de Septiembre 500, para comprar una funda para su móvil nuevo. Teresita no tiene en claro si entró o no al negocio. Lo que sí sabe es que en ese momento su hermano Raúl estaba viendo cómo se desplomaba el edificio desde el bar del frente. “¡Esto es espantoso! Una pareja se salvó de milagro y el chico se tiró arriba del bebé para protegerlo”, contó alarmado por el grupo de WhatsApp de los hermanos”. “¿Hay heridos?” preguntó ella. “Parece que sí porque están sacando cuerpos” dijo horrorizado.
“Levantaban los autos para que entren las ambulancias”
En eso, un llamado corta el whatsapeo. Era la empleada de Corita. “Llamaron de la Policía, dicen que la señora tuvo un accidente en la vía pública”. “¿En la calle? Pero si ella no sale sola”, se sorprendió. Llamó a Miguel. No contestaba. Sólo cuando habló con la Policía pudo armar en su cabeza el trágico rompecabezas. “¡Hasta entonces no entendíamos nada! Pensábamos que estábamos viendo una película de terror, pero no sabíamos que nosotros estábamos adentro”, ironiza la sobrina sin lograr reponerse de la angustia.
Una artista generosa
En la casa de Teresita las paredes y las mesas están revestidas con cuadros y objetos decorativos hechos a mano por Corita en madera, óleo, vitrofusión y tantas otras técnicas que aprendía en el taller de Josefina Terán. “Mi casa es un museo de las obras de mi tía”, sonríe sin ganas. Ella tuvo una vida muy dura. Era la mayor de cuatro hermanas. Solo quedan dos porque la que le seguía en edad, Ana María, todavía está desaparecida desde el último gobierno militar. “Ella atravesó muchas experiencias duras en la vida, por eso hacía cosas que la gratificaban. Durante 28 años fue al taller artístico y regalaba todo lo que creaba a sus familiares y amigos. Era muy generosa. Yo tengo mi casa llena de adornos, cuadros y cajas decoradas. Es que siempre fue muy activa. Era maestra rural y se jubiló en la escuela Elmina Paz de Gallo”, la retrata Teresita.
“Las impericias ponen en riesgo la vida”
Pero además de alegre y creativa era solidaria. Una vez leyó en LA GACETA que habían nacido cuatrillizos y que la familia no tenía recursos económicos. Ella misma se presentó en la casa de los chicos y comenzó a organizar colectas para ayudar a los niños. Eso hizo en forma constante, todos los meses, durante años, cuenta su sobrina. “Era una persona que se cultivaba en todo sentido, le gustaba la música, la naturaleza, la pintura, amaba los viajes. Conoció todo el país y Europa. Cuando se vio limitada físicamente ya no podía viajar, pero me llamaba por teléfono y me decía hoy estoy viajando por televisión”, vuelve a sonreír. Cuando sus fuerzas físicas ya la abandonaban le enseñó a tejer a su empleada y además le regaló la máquina de tejer con la que hacía maravillas.
“Era desesperante, no sabíamos si había más víctimas debajo de los escombros”
Miguel fue un gran hijo y también un padre ejemplar (de Agustín de 17 años y de Sol, de 15), cuenta. “Él se ocupaba de sus hijos y acompañaba siempre a su madre, estaba pendiente de sus necesidades, hasta el final. La cuidaba y protegía permanentemente”, dice Teresita y de pronto se le llenan los ojos de lágrimas. Se queda con la última imagen de su tía y de su primo, que no vieron sus propios ojos sino los de un testigo que iba caminando detrás de ellos: era un muchacho que cuenta que antes de correr hacia atrás para salvarse vio cómo el hombre que iba adelante abrazaba a la anciana hasta hundirse con ella bajo los escombros ese miércoles por la tarde.