César Chelala - Columnista invitado

Después de esperar varias semanas en pos de un tiempo libre para ir en busca de una mesa de luz, con el propósito de reponer la que se le había roto a mi esposa Silvia Inés por el exceso de peso de los libros que ella había depositado allí, finalmente nos pusimos en marcha. A poco de andar, Silvia Inés se detuvo para hablar con un extraño. Aunque el incidente ocurrió hace algún tiempo, solo entendí su importancia esta mañana al leer un poema de Jack Agüeros, un poeta neoyorquino de padres puertorriqueños, ya fallecido, que me recordó ese incidente. Pero estoy saltando etapas, así que déjenme dar marcha atrás.

Como ya adelanté, caminaba con Silvia Inés, rumbo a la parada de autobús cuando un joven pasó frente a nosotros. Por su aspecto, todo hacía suponer que era de origen hindú, vestía pobremente y hablaba solo. Aunque esto último no es algo tan inusual en la ciudad de Nueva York, lo que me permitió pensar que algo no andaba bien en él era que esa fría mañana de invierno estaba descalzo, con los pies sucios y callosos. Al ver su difícil situación, mi esposa le preguntó: “Señor, ¿necesita zapatos?” El muchacho, totalmente sorprendido, farfulló una respuesta que ella interpretó como positiva. Entonces, sin dudar un instante, me dijo en seco: “Espera unos minutos”, al tiempo que, desandando sus pasos, regresaba a nuestro hogar. “¿Qué está pasando?, me preguntaba, mientras la irritación me iba ganando de a poco, “¡nos queda poco tiempo para comprar la mesa de luz y ella se vuelve a casa a buscar unos zapatos para un hombre al que ni siquiera conoce!”. Yo estaba molesto, pero no me quedaba otra opción que esperarla. Mientras tanto, observé que el indigente fue a sentarse en un banco cercano. Con la idea de entretenerlo hasta que mi mujer regresara traté de entablar una conversación con él, pero fue imposible, ya que prefirió continuar habitando su propio mundo, en desmedro de mi presencia y de mis preguntas. Viendo su comportamiento, de su terca indiferencia, no podía llegar a entender cómo ella sí había podido conseguir lo que yo no pude. Como el regreso de Silvia Inés se dilataba más de lo normal yo me distraje unos segundos, los suficientes como para volver la vista y ver el banco vacío: el muchacho había desaparecido. “Bueno”, me dije con fruición, “eso le mostrará que no puede ser samaritana con cualquiera todo el tiempo”. En vano traté de encontrarlo buscándolo por las inmediaciones. Finalmente, frustrado, decidí retornar a casa con la intención de contarle a mi esposa lo que había pasado. Menuda sorpresa me llevé cuando, al doblar la esquina que da a nuestra cuadra, la vi hablando con el muchacho indigente, precisamente en el momento en que le entregaba uno de mis pares de zapatos, casi nuevos, que habíamos separado con la intención de donarlos a un refugio para homless (personas sin hogar). “Probablemente”, pensé de inmediato, “este muchacho terminará vendiendo los zapatos”. Pero fueron necesarios muy pocos minutos para desengañarme y comprobar que me había equivocado de nuevo. Mientras estábamos sentados esperando el autobús, de pronto irrumpió el muchacho orgullosamente calzado en su nuevo par de zapatos, ostentando una amplia sonrisa en su rostro. Se hacía evidente, para mortificación de mi amor propio, el triunfo de las intenciones y acciones generosas de Silvia Inés por sobre lo que yo creía que era mi imbatible sentido común.

Por eso, esta mañana, cuando leía uno de los poemas de Jack Agüeros, me vino a la mente el gesto humano, la bondad sin pretensiones de mi mujer y, al mismo tiempo, la sonrisa feliz del indigente. En su “Salmo sobre la distribución”, Agüeros, un poeta de los desposeídos, escribe:

Señor

en la calle 8

entre la 6a avenida y Broadway

hay suficientes zapaterías

con suficientes zapatos

que me hacen preguntar

por qué hay descalzos

en la tierra.

Señor,

Tienes que despedir al Ángel

que los distribuye.

El poema refiere un lugar ubicado a unas pocas cuadras donde la generosidad de una mujer hizo sonreír a un desvalido; donde el Ángel, aunque más no sea por esa vez, no falló.