En tres oportunidades, Juan Facundo Quiroga, el “Tigre de los Llanos”, entró triunfante en San Miguel de Tucumán. La primera vez fue en 1826, el 26 de noviembre, tras haberse impuesto, un mes antes, en la batalla de El Tala, a las fuerzas unitarias del tucumano Gregorio Aráoz de la Madrid, quien resultó seriamente herido. Estuvo muy pocos días. El 5 de diciembre se retiró con su aliado, el tirano santiagueño Juan Felipe Ibarra, después de “haber arreado cuanto ganado y caballos había en la provincia”, según afirmaría en sus “Memorias” el jefe vencido.
La segunda entrada ocurrió al año siguiente, luego de que, en la acción de El Rincón del Manantial (que algunos historiadores llaman “Rincón de Valladares”), otra vez Quiroga batió a La Madrid, el 6 de diciembre de 1827. Habían quedado tendidos en el campo un millar de muertos, contando los de ambos bandos.
Ascasubi y la Biblia
El “Tigre” se mostró duro. Reclamó a la provincia una compensación de 24.000 pesos por los gastos de su campaña, bajo pena de hacerle sentir “los estragos de la guerra”. Los vecinos reunieron 17.000 pesos, la Sala de Representantes puso el resto, y el caudillo se alejó llevándose el dinero, todo el ganado que pudo y, además, la imprenta de la provincia.
De esa segunda entrada hay un par de anécdotas. El oficial unitario Hilario Ascasubi estuvo con Quiroga en la casa de una señora de nombre Bernabela. Jugaron largo rato al naipe y conversaron. El riojano le aseguró que conocía la Biblia de memoria, y desafió a Ascasubi a comprobarlo. Este eligió el “Libro de los Reyes” y Quiroga, sin titubear, recitó uno de los versículos. Así lo narra, con otros detalles coloridos, el autor francés Bénedict Gallet de Kulture, en el libro “Quelques mots de biographie et une page d’histoire. Le colonel Ascasubi”, de 1863.
Curioso abrazo
Publicó un bando donde intimaba a regresar a todos los vecinos emigrados, bajo amenaza de confiscar sus bienes. El coronel José Ignacio Murga, tras ayudar a La Madrid para que escapase, volvió a Tucumán y se presentó a Quiroga. Este le preguntó por qué había tardado.
Narra La Madrid que Murga, presentando el sable, respondió: “porque fui a cumplir con el primero de mis deberes, de acompañar a mi jefe y ponerlo a salvo: he cumplido ya con él y vengo a ponerme a las órdenes de usted”. Quiroga le dio un abrazo y le dijo: “Cíñase su sable, que ahora es mi amigo. ¡Así deben ser los hombres!”. Lo puso a la cabeza de un cuerpo que debía controlar a los hombres de Ibarra y le ordenó que “a todo soldado que vaya a robar mátelo usted, porque estos santiagueños son muy ladrones”. Cuenta La Madrid que Murga fusiló a una decena.
Los fusilamientos
Pero la tercera entrada sería la terrible, cuatro años más tarde. Se produjo luego de que Quiroga derrotó nuevamente a su tradicional adversario La Madrid, en la cruenta acción de La Ciudadela, el 4 de noviembre de 1831. En esta ocasión, el jefe federal dejaría, en los tucumanos de esa generación y de varias siguientes, un recuerdo estremecedor.
Por de pronto, mandó fusilar a 27 (número que algunos elevan a 33) de los oficiales y sargentos primeros vencidos. Así, en la hoy plaza independencia y luego de ponerlos en capilla en San Francisco, fueron ejecutados los coroneles Isidro Larraya y León Ares; los tenientes coroneles Lorenzo Merlo y Pedro Nolasco Ibiri, tucumano este último; los comandantes Ramón Echenique y Andrés Galán, el teniente Santiago Heredia, el subteniente Eduardo Conesa, entre otros. El tucumano Francisco Posse, civil que actuaba como Comisario de Guerra de La Madrid, también enfrentó el pelotón.
Favor al clero
Se sabe de dos que se salvaron. Tuvo esa suerte el coronel Lorenzo Barcala, gracias a que había pedido por su vida (cuenta el general Gerónimo Espejo), doña Manuela Corvalán de Segura, dama mendocina a quien Quiroga mucho estimaba. El otro afortunado fue el capitán Pedro Morat. Un soldado federal lo hizo escapar, como retribución de un favor que había recibido meses atrás del sentenciado.
Un rasgo caballeresco de Quiroga fue tomar medidas para que la esposa de La Madrid, doña Luisa Díaz Vélez, pudiera reunirse con su marido. Éste le había pedido ese favor por carta, desde Salta, mientras iba rumbo a su exilio en Bolivia.
El jefe federal tranquilizó su conciencia quedando bien con los sacerdotes. Por bando del 13 de diciembre, revocó los empréstitos forzosos establecidos por el gobierno anterior, de don José Frías, de 10.000 pesos en total sobre los conventos y de 1.000 pesos sobre el clero. Ordenó que, en el plazo de cinco días, se devolviesen a las comunidades y clérigos “todos los bienes, derechos y acciones” que hubieran sido enajenados, permutados o embargados. Y en cuanto al dinero, quienes lo entregaron podía repetirlo “contra los bienes, derechos y acciones del ex gobernador Frías y de todos cuantos le dieron consejo, favor u orden para tan escandalosa enajenación”.
Días de terror
Su conducta en la ciudad fue aterradora. En su “Facundo”, Domingo Faustino Sarmiento ha narrado con gruesas tintas episodios de la estadía de Quiroga después de La Ciudadela. Los historiadores entusiastas del riojano, en este punto, no las rebaten en detalle: consideran tales sucesos como comprendidos en aquellas ”inexactitudes a designio” que el sanjuanino reconoció haber consignado en su libro. La verdad debe ser, como siempre, “ni tanto ni tan poco”
Según el “Facundo”, un grupo de niñas fue a pedir por la vida de los oficiales que iban a ser ejecutados. Quiroga las trató cordialmente, les hizo preguntas y les dio charla largo rato. Al fin, les dijo: “¿No oyen ustedes esas descargas?”. Las jóvenes escaparon asustadas, al darse cuenta de que los fusilamientos se habían cumplido mientras el general las entretenía.
Las exacciones
Escribe Juan B. Terán que, en esos días, el vencedor de La Ciudadela “trata de pagarse cumplidamente los gastos de la guerra; no era fácil tarea en la miseria de aquella población que soportaba varios años de requisas terribles, y que habían esquilmado los preparativos de la última. No podía pensarse en numerario, pero había ropas, muebles que se venden en la plaza pública y vajilla basta pero maciza, de plata, que puede transportarse. Después, naturalmente, caballos y vacunos”.
El producto de estos saqueos fue conducido, muy posiblemente, en esas 129 carretas que, según consta, “pasan a Buenos Aires” a cargo del edecán Andrés Seguí.
Un dato ilustrativo consta en expediente. Diez años más tarde, Juan Bautista Bergeire reclamaría al Gobierno los despojos que sufrió: 3.452 pesos en dinero y especies incautados de su negocio, más la hacienda de su estancia de San Javier: 260 vacunos, 50 bueyes, 30 yeguas, 25 potros.
Los azotes
Además, apunta Terán que Quiroga “se divierte: asusta para reírse, o se dedica a enlazar caballos en la plaza; o a vender él mismo el producto de su saqueo”. Justificaba su mano dura, alegando que la provincia “se había atraído voluntariamente la guerra”. Sarmiento afirma que se enteró de que un tal joven Rodríguez había recibido cartas de un prófugo, y lo hizo azotar en la plaza. Como le pareció que los azotadores no cumplían bien su cometido, él mismo le aplicó cincuenta cintarazos, además de echarle después salmuera sobre las heridas.
También cuenta Sarmiento que enterado el caudillo de que don Francisco Reto y un señor de apellido Lugones habían hecho comentarios censurando sus actos, dispuso aplicarles 300 azotes a cada uno. Ordenó que, luego, se fueran desnudos a sus casas, mostrando las nalgas sangrantes y vigilados por centinelas para que no se vistieran en el trayecto. Según ese relato, el joven Lugones no perdió el humor. Mientras caminaban custodiados, dijo a Reto: “Compañero, la tabaquera ¡Pitemos un cigarro!”.
Nada de papeles
Asegura el sanjuanino en “Facundo”, que Quiroga echó sus caballadas a pastar en el cañaveral del obispo José Eusebio Colombres y en los de otros agricultores que habían iniciado similares plantaciones. También se sentaba en mesas de juego, para partidas en las cuales, lógicamente, siempre resultaba ganador.
Según Terán, “no quiere saber nada de decretos, de proclamas, de oficios”. Cuando el ministro contador le eleva en consulta un expediente, ordena: “Proceda por sí y absténgase en lo sucesivo de consultas de esa naturaleza”. El historiador citado narra que “el general vencedor no ha dejado una sola línea en los archivos administrativos de la provincia. El investigador estaría tentado a tener por una siesta tucumana esta laguna de dos meses: noviembre 4 a enero 14”.
El 5 de enero, convocó al pueblo a elegir nuevas autoridades que condujeran la provincia. El único que debía quedar en su cargo era el ministro contador de Hacienda, don José Manuel Terán, quien venía desempeñando esas funciones desde tiempos del gobernador Javier López.
Nuevo gobernador
Así, se congregó en el Cabildo un total de 196 ciudadanos. Resultó elegido gobernador, por mayoría de 180 votos, el general-doctor Alejandro Heredia. Los otros sufragios fueron para Nicolás Laguna, Juan Venancio Laguna, el coronel Ruiz Huidobro, y los vecinos José Manuel Silva, Vicente Cabot y Borja Aguilar.
Nueve días después de la elección de Heredia y ante el alivio de todos, Juan Facundo Quiroga se alejaba con su ejército y su botín. “Habían pasado dos meses desde el día de la acción: diciembre ardiente y enero lluvioso y ardiente. Se cuenta que fue el verano más benigno que se ha conocido en la provincia desde entonces”, escribió en 1910 el historiador Terán.