Juan María Segura - Columnista invitado
Ojos que no ven, corazón que no siente. Esta frase, que cobra especial relevancia para explicar parte del problema educativo argentino, no alcanza para orientar el debate y mucho menos para echar luz sobre el nuevo diseño que el sistema reclama. Los egresados no ganan en capacidades ni la Nación en competitividad simplemente por conocer y hacer públicos los problemas de mal funcionamiento del sistema de actores e instituciones. Veamos.
Ignorar los problemas nunca colaboró con la resolución de los mismos. A pesar de ello, y bajo el cruel argumento de la estigmatización o condena social hacia quienes mostrasen dificultades en los aprendizajes, durante años el sistema educativo argentino funcionó a escondidas de la opinión pública y de los expertos. Habiendo la Argentina comenzado a medir la calidad de los aprendizajes en 1993, y a pesar de haber suscripto las iniciativas de Unesco en 1997 (con las pruebas Perce) y la OECD en 2000 (con las pruebas PISA), el país comenzó gradualmente a desandar el camino de transparentar sus prácticas y resultados.
El punto de quiebre definitivo en esta trayectoria fue la Ley de Educación Nacional 26.206, sancionada en 2006, que en su artículo 97 da un carácter legal y normativo a la discrecionalidad en la transparencia de los datos por el argumento ya citado. A partir de ese momento, y en paralelo con la mayor fiesta de recursos públicos jamás recibida por el sistema, las escuelas comenzaron el mayor derrotero de funcionamiento del que se tenga memoria.
El cambio de gobierno, en diciembre de 2015, dio un renovado impulso a la idea de abandonar el oscurantismo de datos del que la sociedad y los estudiantes fueron víctimas durante tantos años.
Más allá de la sobreutilizada idea de la verdad como objetivo político, lo cierto es que la actual administración asumió un inédito compromiso con transparentar los números de la pobreza, la variación de precios y la ayuda social, por mencionar los más graves y manipulados. La educación no estuvo ajena a esta iniciativa, y fue abordada por el anterior Ministro de Educación nacional como uno de sus tres ejes de gestión: obtener datos, hacer visible el problema. Tal vez con un poco de ingenuidad, ya veremos luego por qué, pero con la firme intención de mostrar un compromiso con la realidad. Si las estrategias pedagógicas del gobierno anterior estaban más comprometidas con un relato imaginario que con la real calidad de los aprendizajes de los alumnos, la nueva administración deseaba pararse justo en la vereda contraria.
Es así como se gestó la idea del Operativo Aprender, primera medición de carácter censal de los aprendizajes escolares en todo el territorio nacional, implementada en noviembre de 2016 y repetida hace apenas unos días. Con más de un millón de datos en cada medición (el doble de los que se recogen durante las pruebas PISA, en donde se miden 72 sistemas diferentes), finalmente se puede decir con confianza: hoy sabemos dónde estamos parados. Relatos e intencionalidades políticas aparte, sabemos que los chicos gradúan mal preparados en todas los disciplinas medidas (lengua, matemáticas, ciencias sociales y naturales), que aquellos que repiten miden peor en todas las dimensiones, que las escuelas peor dotadas de recursos miden menos que las otras, y que el ausentismo de docentes y de alumnos es una variable fuera de control en un sistema que apenas posee un ciclo de 720 horas anuales de escolaridad (contra las 900 horas de Perú, las 1.083 horas de Chile o las 1.400 horas que Temer está proponiendo en Brasil). Esto que ya sabemos sobre la calidad de los aprendizajes de los alumnos, pronto también lo sabremos sobre el grado de preparación de los docentes recién egresados.
El operativo Enseñar, que en octubre pasado evaluó a más de 30 mil estudiantes de último año de las carreras de formación docente de primaria y de materias del ciclo básico de la secundaria, dentro de unos meses entregará muchos datos que agregarán un nuevo rasgo a la fisionomía del problema educativo argentino. Me animo a anticipar que también nos llevaremos una fea sorpresa.
En la misma línea, estos días se publicaron datos que escandalizan respecto del sistema educativo de la provincia de Buenos Aires. En la jurisdicción con más alumnos de todo el país, generosa en gasto y en dotación docente, existen al menos 1.000 escuelas que poseen menos de 10 alumnos cada una, se otorgan en promedio unas 80.000 licencias mensuales (representa el 32% de la dotación de docentes), y el parque edilicio integrado por 16.000 establecimientos educativos está en crisis luego de años de abandono y mal mantenimiento. El desgobierno de un sistema tan vasto y complejo naturalmente redunda en tasas de abandono y en niveles de aprendizaje que lastiman la buena fe de los pagadores de impuesto, además de condicionar el futuro de sus estudiantes.
Si antes faltaban datos, y con ello conciencia social de la gravedad del asunto, ahora tonemos todo mucho más claro. El consenso es generalizado y ampliamente reconocido: estamos todo lo mal que merecemos. Los chicos aprenden tan poco como nos lo propusimos como Nación. Más allá del esfuerzo de unos, y de la audacia de otros, el sistema como tal terminó asfixiado en su propia práctica, colonizado por profesionales y cómplices de la estafa y el engaño, al costo de triturar el futuro de miles y miles de niños y niñas.
Frente a una de las peores tragedias nacionales de las últimas décadas, me pregunto cuál es el plan. Y aquí es donde conecto a la iniciativa de transparentar con la necesidad imperiosa de gestionar lo que ahora sabemos que funciona de una forma tan grosera e inmoralmente deficiente. Es ingenuo suponer que sólo con decir la verdad es suficiente. Los datos de la realidad, que en este caso son tantos y tan contundentes, nos permiten un mejor diagnóstico, pero representan un nuevo punto de partida. A partir de aquí, debemos obrar con premura, valentía y originalidad. Premura, porque demorarlo supone seguir condenando a los chicos del sistema a un futuro con peores oportunidades de empleo. Valentía, porque ahora sabemos que hay proveedores y profesionales que fagocitaron durante años a un sistema enviciado, que funcionó a escondidas de la opinión pública. ¿Se impulsará alguna acción penal contra, por ejemplo, los profesionales de la salud que convalidaron un sistema de estafa a través de certificados médicos de enfermedades o dolencias inexistentes? Y originalidad, pues el nuevo sistema no es una versión reparada de estas escuelas modelo siglo XIX, sino una red de actores, instituciones y prácticas en sintonía con el mundo de la cuarta revolución industrial, con la época de la programación, la robótica y la inteligencia artificial, y con elevadas dosis de tecnología.
La evidencia ya nos golpeó la cara, y el desafío mutó. Ya no se trata de hacer diagnósticos más o menos certeros, pues en algún punto se van volviendo redundantes y repetitivos. Ahora el desafío es práctico y de acción: debemos reparar, reconstruir, recrear. Pongamos la atención y la energía en ello.