Todas las experiencias de poder absoluto acaban mal. Este destino inexorable se percibe en el Kremlin ruso, la fortaleza medieval de 25 hectáreas de superficie que alojó y en gran medida encarnó modelos de autoritarismo de distinto signo, pero igualmente fallidos. Corazón espiritual, geográfico e histórico de Rusia desde hace nueve siglos, el Kremlin permanece mientras pasan los “poderes eternos”.
Tal vez porque supone una ilusión imposible, el complejo amurallado se presenta a la vista como inexpugnable y, a la vez, irresistible. Impacta la fusión de la vida y la muerte (tanto en el interior como en el exterior abundan los féretros con restos ilustres), y de lo humano y lo divino, como si las autoridades de carne y hueso, y Dios conformaran una sola entidad. Adentro de la sede oficial del Gobierno ruso habita la memoria de lo que fue y no pudo ser: la memoria de un pasado que se empeña en volver para demostrar que la historia no cura para el futuro.
En el conjunto de iglesias, monumentos, torres, palacetes y dependencias administrativas sobresale la Armería, un “tesoro de tesoros” con los huevos de Fabergé como atracción más popular (se informa por separado). Allí Rusia exhibe sus antigüedades. Un volumen apabullante de armaduras; armas; carruajes; trineos; vestidos; objetos decorativos; joyas y enseres de toda clase proyectan las ambiciones ilimitadas de los Romanov, la dinastía autocrática que gobernó entre 1613 y febrero de 1917, cuando tres zares se vieron obligados a abdicar al hilo: Nicolás II, su hijo Alexéi, y su hermano Miguel II. En cuestión de meses, Rusia pasó del Imperio a la transición democrática y a la Revolución del 25 de Octubre que derivó en la instalación del totalitarismo comunista.
La exclamación del poeta
Si como dijo Jorge Luis Borges en las letras de “rosa” está la rosa y todo el Nilo en la palabra “Nilo”, entonces en el “zar” habita el “césar” y en el “Gorro de Monómaco” perduran las esencias de la autocracia. Llamada así en honor al emperador bizantino Constantino Monómaco, la corona decana es maciza, gloriosa e indestructible: de oro con piedras preciosas, base de piel y cruz en la punta, el gorro con reminiscencias orientales cubrió la cabeza de los monarcas desde la época en la que Rusia era sólo un pequeño principado rodeado de dominios mongoles. El autócrata Pedro I “El Grande” dejó de usarla a tono con las pretensiones occidentalizantes de su reinado, pero la corona siguió siendo una insignia de la casa real. Por algo el poeta nacional Alexandr Pushkin exclamó en la obra “Boris Godunov”: “¡cuánto pesa el gorro de mando de Monómaco!”.
Miguel no quiere ser zar
Paradójicamente, el momento de máxima debilidad del Kremlin, allí cuando estuvo a un tris de caer en manos extranjeras, cuando los invasores polacos habían llegado a entrar en sus habitaciones, fue el momento de nacimiento de la casa de los Romanov. La desaparición de la descendencia de Iván “El Terrible”, de la dinastía Ruríkida, desencadenó la llamada “Época de Turbulencias”, donde facciones vernáculas y foráneas se enfrentaron despiadadamente en el afán de ocupar el poder vacante. La inestabilidad se prolongó alrededor de 15 años y hasta que un contigente de señores de la guerra que resistían la invasión de Moscú concluyeron que sólo un nuevo rey traería la paz. Entonces decidieron que la opción más adecuada para unir a todos los sectores en pugna era Miguel, nieto de un hermano de Iván “El Terrible” e hijo de Fiódor Romanov, “Filareto”, quien, en su condición de patriarca de la Iglesia Ortodoxa moscovita, había quedado inhabilitado para reinar per se. Miguel Romanov, de 17 años, estaba escondido con su madre, Sor Marta, en Kostromá, 330 kilómetros al Noreste de la ciudad capital (su padre había sido encarcelado).
Cuenta la leyenda que el heredero de origen cosaco se resistió todo lo que pudo a su suerte dinástica, que lloró e imploró que lo dejaran seguir donde y como estaba: a salvo de las amenazas de Moscú. Las súplicas de Miguel recibieron más súplicas a cambio. “Tened compasión de nosotros, pobres huérfanos, gran soberano”, le replicaron, según los archivos históricos. Los ruegos de los nobles ganaron y así fue que Miguel se sentó en el trono de Iván “El Terrible” para convertirse en el primero de los autócratas Romanov.
Nace San Petersburgo
La llegada de Miguel y, luego, la liberación de “Filareto”, permitieron al Kremlin salir de la zozobra, y comenzar la reconquista de los territorios perdidos en manos de los invasores suecos y polacos. Los tres zares subsiguientes afianzaron la estabilidad e influencia de los Romanov, pero cuando Moscú volvía a ser sinónimo de un poder en expansión, Pedro “El Grande” decidió dar a Rusia los atributos europeos de los que carecía y mudó la capital a San Petersburgo, una urbe planificada como asiento imperial. El Kremlin quedó como reservorio de los orígenes mitológicos de la dinastía: allí volverían los zares, cada vez que fuera necesario, para reencontrarse con sus valores fundacionales y evocar la alianza que había colocado el “Gorro de Monómaco” sobre la testa joven de Miguel I y de sus sucesores.
El terror gana la calle
Pedro “El Grande”, el primero de los zares que acumuló el título de emperador, pasó a la posteridad como un estadista y un modelo de excentricidad, sadismo e inconducta moral. A la par que agrandaba y modernizaba el Imperio con la incorporación de una flota naval sin precedentes y obras urbanísticas colosales, Pedro se regalaba bacanales lujuriosos y se divertía organizando casamientos de enanos: una de esas bodas tuvo lugar en ocasión de la inauguración de San Petersburgo. Gobernó con la camarilla de secuaces que constituyó el “Sínodo de los Borrachos”, quienes a diario celebraban torneos de vodka pantagruélicos.
La corrupción comenzaba a enfermar una autocracia embriagada por el derroche y los triunfos militares. Lo mismo que las purgas y el espionaje. La obsesión por el control total de la vida pública y hasta privada alimentaba las conspiraciones y los juicios simulados. A las traiciones reales o montadas, Pedro “El Grande” respondía con castigos y ejecuciones crueles a la vista del pueblo. En esa época se hizo célebre el empalamiento que consistía en la introducción de una estaca afilada por el ano del condenado, a quien se abrigaba con pieles para prolongar lo máximo posible el sufrimiento. El terror ganó la calle : Pedro entendía que no había método más eficaz para lograr la obediencia de sus súbditos.
Bailar sobre la tragedia
Aunque los reinados de Catalina “La Grande” y de Alejandro I, amigo y luego sepulturero de Napoleón Bonaparte, abrieron períodos de esplendor y euforia, la dinastía de los Romanov cada vez se encerraba más en sí misma. Lejos de amainar, el descontento y el rechazo al zarismo aumentaban con las represiones. Las demandas sociales llevaron a Alejandro II a abolir la servidumbre en 1861, pero la reforma no bastó y en 1881, después de salir airoso de cinco atentados, fue asesinado por una célula terrorista.
Cuando Nicolás II ascendió al trono, la dinastía agonizaba. Su coronación en el Kremlin dio lugar a una tragedia literal: el pueblo llegó en masa a recibir las golosinas, el pan de jengibre, la salchicha, la taza conmemorativa y un panecillo prometidos, y, como no había para todos, se produjo un tumulto que dejó 3.000 muertos. Frente a la masacre, los emperadores “Nicky” y Alejandra (“Alix”) optaron por mantener la agenda de celebraciones e incluso acudieron a un baile. De allí en más, todo empeoró para los “amos de la tierra de Rusia”. Las huelgas; la escasez de alimentos; el nacimiento de un heredero hemofílico, Alexséi; la intromisión en la política de un hierofante sátiro como Rasputin y los reveses de la Primera Guerra Mundial arrinconaron a la autocracia. En febrero de 1917, los Romanov se enfrentaban al abismo de muerte que se los terminaría tragando. Después de la Revolución Bolchevique del 25 de Octubre, la fortaleza de la Plaza Roja volvió a recuperar su protagonismo. Los comunistas reinstalaron la capital en Moscú, con el Kremlin como base de operaciones para la instrumentación de otra forma de dictadura, que a la postre volvió a confirmar aquella máxima de Lord Acton que recuerda que si el poder corrompe, el poder absoluto corrompe absolutamente.
EL REGALO IDEAL PARA QUIENES LO TENÍAN TODO
El zar Alejandro III encargó a Fabergé los primeros huevos “con sorpresa”
En 1885, el emperador Alejandro III decidió crear su propia “matrioshka” (muñeca rusa) y encargó al joyero Peter Carl Fabergé la confección de una joya con forma de huevo de gallina. El orfebre le presentó un huevo que se abría a su vez para mostrar en su interior una yema, que se abría para mostrar en su interior una gallina, que se abría para mostrar en su interior un nido de diamantes. El regalo fascinó a la emperatriz María Fiódorovna (“Minny”) y se convirtió en un objeto de culto entre los Romanov, que, en total, encargaron 50 huevos “con sorpresa”. Una selección de ellos es exhibida en la Armería del Kremlin, en Moscú.
Los Romanov
1613-1917
Miguel I
1613-1645
Alexéi
1645-1676
Fiodor III
1676-1682
Iván V
1682-1696
Pedro I
1682-1725
Catalina I
1725-1727
Pedro II
1727-1730
Ana
1730-1740
Iván VI
1740-1741
Isabel I
1741-1761
Pedro III
1761-1762
Catalina II
1762-1796
Pablo I
1796-1801
Alejandro I
1801-1825
Constantino
1825
Nicolás I
1825-1855
Alejandro II
1855-1881
Alejandro III
1881-1894
Nicolás II
1894-1917
Miguel II
1917