Los votos de la aventura constituyente de Nicolás Maduro no podían ser menos que los del plebiscito simbólico de la oposición, dos semanas antes, ni más que los de Hugo Chávez durante el boom del petróleo. Era cuestión de abatir a unos y, sin ofender la memoria del líder de la revolución bolivariana, darse un baño de masas con los suyos. Le salió al revés. La compañía que fiscalizó las elecciones entre 2004 y 2015 denunció un fraude monumental. ¿Por qué lo hizo? Por la reprimenda internacional. Abrió el paraguas frente a una eventual pérdida de confianza.
Que Estados Unidos tilde de “dictador” a Maduro y dicte sanciones económicas, que la Unión Europea no reconozca la validez de la Asamblea Nacional Constituyente o que parte de América Latina se agarre la cabeza ante la vuelta a la prisión militar de Ramo Verde de Antonio Ledezma y Leopoldo López no turbó tanto al régimen como la sospecha de manipulación de elecciones.
Maduro, obcecado, honra a George Orwell. Cuando el protagonista de la novela 1984, Winston Smith, se pregunta qué es la libertad, dice a espaldas del Gran Hermano: “Es poder decir libremente que dos y dos son cuatro. Si se concede esto, lo demás vendrá por añadidura”. En Venezuela dos y dos son cinco.
Con el presunto 41% de apoyo popular a la constituyente, Maduro pasó a controlar todos los poderes públicos. Su sostén son las fuerzas armadas, enganchadas en una cómoda cohabitación en varios ministerios que les permite ejercer el poder, haciendo caso omiso de las sospechas de corrupción, y apañar la represión.
La polarización de la sociedad, corregida y aumentada desde la muerte de Chávez, llevó a la oposición a precipitarse a crear un Estado paralelo, designando un Tribunal Superior de Justicia ad hoc. Algunos de sus miembros fueron encarcelados. Otros pidieron asilo en embajadas.
Que Cuba rechace una “bien concertada operación internacional, dirigida desde Washington”, que Bolivia exija “la no intromisión”, que Nicaragua repudie “el afán imperialista de dominio y destrucción de nuestras soberanías”, que El Salvador exalte “el ambiente de tranquilidad en los recintos de sufragio”, más allá de la andanada de muertos ese día, o que Rusia diga “planes destructivos que agudizan la polarización” no cambia nada. Todos tienen más intereses que simpatía.
¿Por qué Vladimir Putin se muestra conciliador con Maduro? Citgo, empresa de refinación y comercialización venezolana en Estados Unidos, está hipotecada. Casi la mitad de las acciones le pertenece a la petrolera estatal rusa Rosneft. En parte, como garantía de un préstamo de U$S 2.000 millones. El resto corresponde al Estado venezolano como respaldo de bonos soberanos. De aumentar las presiones, Venezuela perdería capacidad de pago. Rusia pretende cobrar.
China observa con inquietud la deriva autoritaria de Maduro. No porque el régimen de Xi Jinping sea un cultor de la democracia, sino porque sus inversiones en Venezuela han crecido en forma considerable en los últimos años, así como los préstamos. Venezuela es una apuesta riesgosa. (Télam)