Por Daniel Medina y Nicolás Iriarite - LA GACETA
Jorge Luis Vélez fue uno de los 23 tucumanos que no pudo contar su historia luego de la guerra. No sólo porque reconstruir su trágico paso por el Crucero Belgrano a partir de vagos testimonios no alcanza (ni alcanzará) para tener un relato completo, sino también porque reactivar los recuerdos de un ser querido en esas circunstancias es un parto. Un parto que jamás termina con un nacimiento sino con una muerte y que se repite, de una u otra manera, uno y cada uno de los 12.784 días transcurridos.
Este soldado nacido en nuestra provincia y muy arraigado en Salta, dejó varias personas en esa situación: la de contar quién fue él y qué hizo antes y durante la guerra. Luis Guillermo, su hijo, es uno de ellos.
Desde los siete años, cuando Jorge Luis se fue, Guillermo aceptó implícitamente revivir en silencio o a viva voz la historia de su papá. A partir de allí, cada detalle de su infancia se transformó en un capítulo aparte e importante para tenerlo presente. “Lo peor que le puede pasar a un país es no tener memoria, no recordar a los que hicieron un sacrificio por la Patria”, le dice a LA GACETA.
“Se comentaba mucho en esos días pero eran sólo eso: comentarios. Comentarios de que iba a haber una guerra y finalmente pasó. Recuerdo que ese día mi papá no volvió a la casa. Se quedó de guardia”, cuenta.
Todo eso, con apenas siete años. A su alrededor tenía a Martha Acosta, su madre, y a sus dos hermanos menores, pero no bastaban para tomar real dimensión de los hechos. “Yo era muy chico en ese entonces, no tenía una visión de lo que era la guerra. Más bien la preocupación de nosotros y más de mi mamá. La preocupación por mi viejo. Él salía en el barco y ella no sabía si volvía”, rememora.
La preocupación dio lugar al miedo. Esa sensación que abundaba en la casa y que veía repetida afuera: en el aire, en la mirada y en los gestos de los otros. “Me acuerdo de eso, de sentir ese miedo, de los comentarios y de que mi papá quizá no iba a volver. Eso me daba miedo, decir, ‘no lo voy a ver más a mi viejo’”, explica.
Las pocas novedades que llegaron de Jorge Luis en el Crucero Belgrano, al menos sirvieron para terminar de contar ese capítulo de su historia. “Un día fuimos a una reunión de ex combatientes y ahí alguien comentó que justo en el momento en que hicieron el cambio de guardia, mi papá fue a la sala de máquinas y en ese momento fue lo del torpedo. Mi papá falleció con todas las personas que estaban ahí”, dice.
Antes de la guerra, de la muerte; antes de la preocupación y del miedo, las páginas de la historia de Jorge Luis y de su hijo supieron ser mucho más felices. “Vivíamos en un barrio militar y tengo un recuerdo lindo, de salir, ir a comprar a una granja, jugar al fútbol, ver a mi viejo que arreglaba un autito chiquito, uno azulcito que tenía”, dice 35 años después de la guerra pero con una voz que se asemeja a la del niño de 1982.
En su memoria quedó otra escena: cuando fueron a esa granja, su padre adoptó una perra ratonera. Los acompañó de Buenos Aires a Salta, cuando murió Jorge Luis. Y su descendencia permaneció durante años en la familia.
Se acuerda, también, de la huerta de su padre: Jorge Luis había entrado a los 17 años a la Marina, pero le encantaba pasar tiempo con las plantas. “Era un hobby o algo que le gustaba”, advierte. El boxeo, el tango y las carreras de autos eran otras pasiones.
“Le gustaba cantar ‘La pulpera de Santa Lucía’”, agrega en un arrebato de memoria, casi como una epifanía. Y mientras la pulpera sigue siendo recordada por las interpretaciones de cantantes modernos, Guillermo pregona la memoria de su padre, aunque al principio le haya costado. “En los actos de colegio recordaba a mi papá y me ponía triste, pero después aprendí a sentir orgullo”, dice.
En ese momento e incluso hasta hoy, notaba y nota que no se valora en su justa dimensión a quienes dejaron la vida por la patria: “esas personas eran padres, eran hermanos, eran tíos. Eso no se inculcó, sólo se nombra el tema en los actos, nada más”.