De chico, Enrique Alejandro Maciel Talavera no jugaba a los soldaditos. No había un arma entre sus juguetes. Por eso, aventura su hermano Fernando, es probable que el primer contacto con un fusil haya ocurrido en esa fecha aciaga de 1982, cuando al entonces conscripto Maciel Talavera, que había caído en la Marina por sorteo, sin buscarlo, le dieron la noticia de que se iba a la guerra.
Es un viernes de marzo, en Yerba Buena, y se nota que a Fernando, uno de los seis hermanos de Enrique (“Kike con ka” para la familia), le duele el ejercicio de la memoria.
Por esas cosas de la vida, Enrique, hijo de madre de familia porteña, vivió gran parte de su corta vida en Buenos Aires. Y Fernando recuerda con emoción los tiempos de juego en el departamento en el barrio de Barracas. “Era un chico hermoso, muy sano y muy sobreprotegido. Lo vi ir al jardín; disfrutaba esos momentos. Y tengo nítido el recuerdo de cuando jugábamos al pastorcito mentiroso y el lobo: yo me hacía el desmayado. Y una vez caí en mi trampa: me había desmayado en serio, y él no me creía”, memora, y se le esboza una sonrisa tenue. Poco pero intenso fue el tiempo compartido con el hermano que hoy hubiera tenido 53 años. Con la nostalgia en los ojos, Fernando recuerda aquella vez en la que Enrique vino a Tucumán; y mientras sus ojos asombrados recorrían el paisaje de los cerros, él le preguntaba con total inocencia cómo hacían para cortar el pasto en Tafí del Valle.
En ese viaje introspectivo por el pasado, recuerda Fernando: “Kike se había puesto de novio antes de ir a la Marina. Yo la conocí. Nunca más la vi. Y me hubiera gustado verla, para conocer otras facetas de mi hermano, ese adolescente enamorado”.
“Una maldición”, apunta Maciel Talavera, cuando recuerda que Enrique era conscripto. Y que justo le tocó la Marina, por sorteo. Y justo el Crucero Belgrano. “Obsceno, perverso, ese error de las Fuerzas Armadas de entonces, de enviar esos chicos a la guerra”, musita, y la mirada se le nubla todavía, a pesar del tiempo transcurrido. Para él, como para todos los familiares de los caídos, la herida sigue abierta. En su caso, ha decidido hablar para honrar a ese adolescente que nunca había jugado ni con soldaditos. “Una maldición, lo que le tocó a Enrique”, repite. Y parece que piensa en voz alta cuando exclama: “ojalá haya muerto por una bomba, y no congelado”.
A diferencia de muchos familiares que rescatan la faz heroica del período, Fernando Maciel Talavera no oculta la mezcla de enojo y dolor ante lo que él considera ha sido “una farsa”. “Hará 10 años nos entregaron la medalla y el diploma. Y fíjese en el detalle de la medalla”, señala. En el grabado, el apellido de Enrique figura “Masiel”, con ese.
¿Cómo se enteraron de la noticia de la muerte de Enrique? “Yo vivía de casualidad en Monteros, y me entero de la toma de Malvinas, lo cual para mí había sido una sorpresa. Y me entero de que habían hundido el Belgrano. Alguien llama para avisar, y nos dicen que Kike estaba ahí, en el crucero, y yo enloquecí, y me fui a los pocos días al regimiento, a anotarme como voluntario. Sentía tanta rabia, tanta impotencia... La mayoría de los que estaban allí eran del interior. Y me acuerdo de que había un cabo, un sargento, que se les reía en la cara a los chicos que querían ir de voluntarios”, musita, mientras revuelve la cuchara en la tacita de café.
La tarde cae, y Fernando sigue hablando como para sí: “pobre criatura. Kike era un ángel; no sabía manejar un arma, y lo mandaron a la guerra”. El diálogo ya casi va llegando al final, y apunta Maciel Talavera: “ dudé antes de remover toda esta historia. Pero finalmente pensé que mi hermano merecía este reconocimiento. Porque, él, el fin y al cabo, fue un héroe”.