Guillermo Monti - Enviado especial
“Te cuento algo que no le había dicho a nadie. El martes pasado me iba del partido y pensaba en mi viejo. De alguna forma él estuvo con nosotros en la cancha”, revela Fabio Seoane, acomodado en la cuarta fila del chárter de la ilusión. Son tres los hermanos Seoane a bordo; Fabio, Gustavo y Leo y dos los primos arraigados en la nueva generación; Franco y Nicolás. Cinco de los 118 corazones “decanos” que espían por las ventanillas la ruta rumbo a Ecuador. Durante este viaje de seis horas los jugadores comparten el protagonismo con los hinchas. El vuelo obra como igualador. Mientras el plantel baja el perfil al fondo de la cabina, los hinchas intercambian millones de anécdotas, tal vez sin reparar que están construyendo un relato que repetirán por los siglos de los siglos.
Pero volvamos a los Seoane. Al padre del que habla Fabio le decían “Quique” y fue quien les inoculó la pasión. Gustavo cuenta que le tocó jugar el preliminar de un amistoso Atlético-Racing, concertado en el marco de la histórica operación que llevó a Julio Ricardo Villa a la “academia”. Seone pisó el césped del Monumental con la camiseta del Ateneo Salesiano, rival de una formación del dueño de casa. Nunca imaginó, como confiesan todos a bordo, que vería al “Decano” en la Copa Libertadores.
El avión de Mineral Airways partió colmado. Tres azafatas, tan chilenas como la compañía y de elegante gris, reparten sonrisas, jugos y alguna gaseosa. ¿Y la comida? La mayoría subió con el estómago vacío, así que cuando Alfredo Falú rescata un paquete de sandwichs de Villecco de su equipaje lo miran con envidia. “¡Ya vienen los de milanesa!”, bromean desde atrás. Pero no. Habrá que esperar a que se supere la escala técnica en Arica para picar algo en la merienda -eso sí, bien servida-.
Hay cuatro amigos identificados por una remera conmemorativa del “Decano” en la Copa. Pablo Fernández, Rafael Rodríguez Prados, Horacio Ibarreche (h) y Sebastián Tonetti no se sacan la palabra sueño de la boca. “Vamos juntos a la cancha desde hace 20 años. Empezamos en la Bolivia, pasamos a la Laprida y ahora que estamos más grandes nos toca la platea”, relatan. “No vamos a ver 90 minutos de fútbol, vamos a ver la historia”, sostiene Ibarreche, autor en su perfil de Facebook de un emotivo resumen de todas las sensaciones que comparte -como ellos lo definen- “el pueblo Decano”. De paso, envían un saludo a los integrantes de la agrupación 20 de Abril, a la que pertenecen.
La geografía interna de la cabina mantiene en primera fila al presidente del club. Mario Leito, en familia, va y viene por el pasillo. Al medio se agrupan el resto de los dirigentes, con el vice Ignacio Golobisky a la cabeza, y las últimas filas son para el plantel y el cuerpo técnico. La hinchada copa el resto del avión y hace silencio para escuchar al gerente, Hugo Bermúdez, que se encarga de explicar la logística. En el aeropuerto de Guayaquil aguardan tres ómnibus; uno para la delegación oficial y dos para el resto. Bermúdez pasa lista y adjudica los lugares. La hinchada, obediente, memoriza su puesto.
Hay una historia fantástica e involucra a la familia Poliche. Cuando Facundo (11 años) y Joaquín (10) se despertaron el Día de Reyes los aguardaban dos tarjetones. Con el sueño todavía dibujado en la mirada los abrieron y quedaron impactados. “Porque se portaron bien y fueron buenos alumnos, la Conmebol y los Reyes Magos los invitan al partido El Nacional-Atlético Tucumán, en el estadio Atahualpa de Quito”, leyeron. No podían creerlo. Lo cuenta papá Fernando, a pura sonrisa. Fue Mario Albarracín (“un genio”, lo define) quien diseñó las tarjetas y las remeras que lucen. Y hay más. El abuelo, Miguel Poliche (87 años, ex directivo del club), superó una internación en la Clínica Mayo y el martes verá el partido en casa. Para él fueron todos los saludos y dedicatorias de Fernando, Facundo y Joaquín.
Hablando de Mario Albarracín, se lo divisa algunas filas atrás, dibujando en su anotador. “Soy artista plástico y me gano la vida con el diseño”, revela. A su lado, Oscar “Gula” Nieva viaja aferrado a una estampita con la cara de su padre, José Luis. Llevarlo a Ecuador es todo un compromiso para él. “Mi papá murió pocos días antes del partido con Talleres, cuando el equipo ascendió a Primera”, cuenta “Gula”, todo un personaje del barrio Vial, capaz de vender sus botines de rugby -jugaba en Cardenales- para costearse algún viaje junto al “Decano”. A la mamá de “Gula” le dicen “La Ramonita” y nunca falta en la cancha, enfundada en la camiseta albiceleste. “Gula” no se sacará el gorrito de Atlético, mezcla de amuleto y símbolo de pertenencia.
Vale subrayar que Mineral Airways puso lo suyo para oficiar de buen anfitrión. Las butacas azules hicieron juego con los cabezales blancos, coronados por el escudo del “Decano”. Muchos se prometieron llevarlo como souvenir. Tan conocido como los colores del club es uno de los pasajeros: José “Pepe” Ramón. Sí, el del clásico “Ramonazo”. Su historia con Atlético arrancó desde muy chico, cuando don Manuel Giúdice vivía a la vuelta de su casa y lo llevaba al Monumental. “En un Falcon bordó -recuerda Pepe-. Y no me olvido de que al “Kila” Castro, Manuel le decía ‘Cuilla’”.
“Esto es un regalo de la vida”, apunta “Pepe” con su eterna sonrisa, y apunta otro dato de su genealogía atletiquense: es primo de “Tití” Campi.
“Hablá con Sergio Mohamed. Es un gran tipo y colabora siempre con el club”, recomienda el jefe de prensa, Silvio Nava. “Siempre viví en el barrio. A mi mamá le mentía: le decía que me iba a la parroquia de Fátima y me mandaba a la cancha”, revela Sergio, que es ingeniero civil y docente en la Facultad de Ciencias Exactas. Una experiencia marca lo que significa Atlético para él: “sufrí un accidente, estaba en terapia intensiva y esas dos horas en las que escuchaba los partidos por la radio me daban fuerzas para seguir”.
“Hace exactamente un año jugábamos el primer partido del campeonato contra Racing y hoy estamos en la Libertadores. La vara quedó muy alta para el futuro del club. Son los pasos que llevan a la institución a ser lo que es: el gigante del norte”, afirma Mohamed. Su hijo, “Nacho”, lo escucha con admiración.
Hay personajes de toda clase a bordo. Luis Cecilia, por ejemplo, capaz de enfatizar: “yo tenía fe en que algo como esto podía pasar. Atlético superó momentos muy malos. Por eso para mí jugar la Copa no me suena increíble”. O Luis Chalín, cuyo abuelo formó parte de un medio campo inolvidable del “Decano”, allá por las décadas del 40 y 50. O Jorge Córdoba, acostumbrado a viajar puntualmente desde Trancas cada vez que el equipo sale a la cancha. O el trío de médicos que conforman Juan Pablo Rojano, Roberto Carreño y Alejo Rasguido. Carreño vio el partido de ida en Brasil, con relatos en portugués y le parecía maravilloso escuchar a los periodistas refiriéndose una y otra vez a Atlético y a Tucumán. Fanático desde chico, le tocó combinar los viajes siguiendo al equipo con los exámenes, allá por 2009. Un semestre inolvidable, en el que hizo doblete. “Llegaba el lunes a las 8 a Tucumán y a las 8.30 estaba rindiendo”, apunta. También es médico Javier Omodeo, quien cumple el sueño de cualquier padre: compartir la experiencia con sus hijos, Santiago y Pedro César.
El chárter de la ilusión fue una admirable batalla dialéctica. ¿Quién hizo el viaje más largo con tal de alentar a Atlético? ¿Quién vivió los avatares más extraños y alocados? ¿Hasta dónde fueron capaces de llegar por amor al club? Y ya que estamos, ¿cuáles fueron los mejores futbolistas que pasaron? ¿Qué fue de ellos? Las historias rebotan, se repiten, se magnifican y van mutando mientras el avión se aproxima a Guayaquil. Hay 118 ilusiones concentradas en un puñado de metros cuadrados. “¡Dale Deca…!”, cantaron todos apenas comenzó a carretear en Tucumán, con los celulares en alto. Los jugadores, prolijos, tranquilos, se alimentaron en silencio de toda la carga emotiva y positiva. Hasta que la azafata anuncia: “nos aprestamos a aterrizar…”, y la esperanza se hace gigante.
Una turbulencia que paralizó la respiración
GUAYAQUIL. La de Chile fue una parada para cargar combustible, dato del que todos tomaron nota. Por estos tiempos, chárter es sinónimo de Chapecoense, le pese a quien le pese. “Van a parar cada vez que vean una estación de servicio desde arriba”, ironizan en la sala de embarque. El primer tramo, Tucumán-Arica, se desarrolla con absoluta placidez. En el segundo, rumbo a Guayaquil, una turbulencia poderosa paraliza la respiración. Las azafatas se atornillan a los asientos y retan a un hincha que estaba en el baño. “¡Señor, tiene que sentarse inmediatamente!”, es la orden-grito. Un par de movimientos del avión, en especial una caída prolongada, contagian nerviosismo. Hasta que el canto “¡Vamos los Deca…” coincide con la bendita indicación de “pueden desabrocharse los cinturones”. Ufff…