La crispación que reina en el fútbol argentino se expresa entre otras cosas en la escasa paciencia que se les dispensa a los directores técnicos, pero habría que tener mucho cuidado de agotar la mirada en la tangente políticamente correcta de meterlos a todos en la bolsa de las víctimas.
Ni todos en la misma bolsa, ni todos son víctimas, ni todos son cesanteados por las mismas razones, ni todos renuncian con los mismos argumentos y mucho menos por el camino de la ética.
Sabemos que apenas seis clubes han mantenido a sus entrenadores en este 2016 pronto a marcharse y también se deducen las razones.
Jorge Almirón, en Lanús, y Marcelo Gallardo, en River, conducen ciclos exitosos y aún con diferentes grados de desgaste pueden exhibir dos vueltas olímpicas y dormir tranquilos, desentendidos de alcancías de ahorros desbordantes.
Nelson Vivas ha perdido apenas seis veces sobre un total de 36 partidos al frente de Estudiantes y lo clasificó a la Copa Libertadores; Frank Kudelka fue el timón del espectacular ascenso de Talleres de Córdoba y ya en Primera lo sostiene bastante más cerca de los de arriba que de los de abajo, mientras que Alfredo Grelak en Quilmes y Rubén Forestello en Patronato sobrellevaron momentos de marea baja, pero desistieron de huir de la escena y tomaron de buen grado respaldos genuinos.
En los otros 24 clubes de Primera la escena fue dominada por las pocas pulgas.
Es decir: la escena fue dominada por la quimera de la gloria inmediata, una tóxica respuesta a la pasmosa imposibilidad de contemplar que ni los equipos más poderosos del planeta están a salvo de tropiezos, caídas y decepciones.
En general, los hinchas y la paciencia se llevan muy mal y ni qué decir de los dirigentes que actúan como hinchas y de los hinchas toman lo peor.
Gravita, asimismo, una suerte de alianza para la negación del progreso que consiste en jugadores que se cansan de su director técnico y directores técnicos que se cansan de sus jugadores, pero todo a la velocidad del imperativo delivery que hoy convertiría al cultor de la frase “time is money” en un budista zen.
En cualquier caso más nos vale salir de lo general y fijar la lupa en lo particular, puesto que una cosa es llegar a la certeza de que se ha dado todo y urge buscar otros desafíos (Sebastián Méndez en Godoy Cruz y Eduardo Coudet en Rosario Central) y otra cosa es registrar que se han agotado las reservas de recursos y no hay modo de sacar más jugo del plantel (Christian Bassedas en Vélez); una cosa es apostar al impacto motivacional en el corto plazo, no ver los frutos y dar un paso al costado (Ricardo Caruso Lombardi en Huracán) y otra cosa es tomar nota de que la gratitud tenía patas cortas (Fernando Quiroz en Aldosivi), entre otras variantes a las que podrían sumarse la sensación de que Gabriel Milito se desmoraliza sugestivamente rápido y que Ricardo Zielinski captó de la manera más cruda los solapados o no tan solapados mensajes del plantel de Racing. También está el caso de Juan Manuel Azconzábal, que se fue de Atlético y a los pocos días arregló con Huracán.
En medio de esta hoguera de vanidades, verdades a medias, falacias, hipocresías y otras hierbas se perfila un incumplidor serial, como Paolo Montero, que dejó Boca Unidos para ir a Colón y dejó Colón para irse quién sabe dónde (podría ser Rosario Central) y en esa misma sintonía se inscribe Lucas Bernardi, que al cabo de cinco partidos en Arsenal y en menos que cantó el gallo ya estaba posando para la foto en condición de entrenador del “Tomba”.