En la época en que se declaró la Independencia de las Provincias Unidas, la única forma de gobierno conocida era la monarquía. Por entonces, solamente los Estados Unidos –que mucho distaban de ser una gran potencia- funcionaban con el sistema republicano. Esto hace comprensible que, cuando los congresales de 1816 empezaron a debatir el encuadre del nuevo Estado, una gran mayoría de ellos encontrase conveniente que los gobernara un rey. Y que la legitimidad de este rey asentara su base muy atrás en el tiempo, restaurando la dinastía de los Incas, a quienes los conquistadores españoles habían despojado de su imperio.
En su excelente estudio “La candidatura del Inca”, el historiador Leoncio Gianello recuerda que la idea del monarca inca tenía antecedentes que se remontaban a más de dos décadas atrás. Concretamente, la había sostenido ya Francisco de Miranda (1750-1816), propulsor indiscutido de la emancipación americana, en 1798.
Idea de Miranda
En su entrevista de ese año con el primer ministro inglés William Pitt, cuando este le preguntó cómo se gobernarían la provincias del continente, Miranda le contestó -según él mismo narra- que el gobierno sería “muy semejante al de la Gran Bretaña, pues debe conformarse de una Cámara de Comunes, otra de Nobles y un Inca o soberano hereditario”. A Pitt le pareció que eso estaba “muy bien”.
Y Miranda escribió ese mismo año, a John Quincy Adams, presidente de Estados Unidos, exponiéndole idéntico propósito. Además, el ministro Pitt envió un agente al Cuzco, llamado Águila, para levantar la dinastía de los Incas, prometiéndoles el apoyo de Gran Bretaña. Pero el enviado terminó arrestado y ejecutado.
Como es conocido, Manuel Belgrano, recién llegado de su misión a Europa, arribó a Tucumán mientras sesionaba el Congreso de 1816. El 6 de julio –o sea tres días antes de la famosa declaración- fue recibido en sesión secreta por el cuerpo. Debía exponer las impresiones que traía de su viaje, sobre el concepto que se tenía en Europa de nuestra revolución y sobre las posibilidades de que los monarcas nos protegieran.
Habla Belgrano
El creador de la bandera manifestó que la simpatía con que Europa había mirado al comienzo la revolución, había declinado ante “el desorden y anarquía” que la envolvieron poco después. Y que, en el Viejo Mundo, ya se habían apagado las ideas republicanas de la Revolución Francesa. Ahora, dijo, “se trataba de monarquizarlo todo”, y el ideal era la “monarquía temperada” que practicaba Inglaterra.
Por eso, a su criterio, convenía a las Provincias Unidas ese tipo de régimen, “en cabeza de la dinastía de los Incas, por la justicia que en sí envuelve la restitución de esta casa, tan inicuamente despojada del trono”. Estaba seguro Belgrano de que la medida despertaría “el entusiasmo general” de los “habitantes del interior”. Esto expresa el acta de la sesión secreta. Meses más tarde Belgrano, en carta a Bernardino Rivadavia, le narraba que tras aquella exposición en el Congreso, “todos adoptaron la idea” de implantar una “monarquía constitucional con la representación soberana de la casa de los Incas”.
Se abre el debate
Como es sabido, el 9 de julio se declaró la Independencia. Tres días más tarde, el 12, Manuel Antonio Acevedo propuso que se empezara a discutir la forma de gobierno, a la vez que postulaba la “monarquía temperada” que desempeñarían “la dinastía de los Incas y sus legítimos sucesores”. Proponía que la sede del gobierno fuera “la misma ciudad del Cuzco”. Según “El Redactor” (única fuente de las sesiones públicas de 1816), varios diputados apoyaron la moción, pero no se decidió nada.
El asunto se volvió a tratar el 15 de julio. Fue entonces que fray Justo Santa María de Oro afirmó que antes de resolver “sobre el sistema monárquico constitucional a que veía inclinados los votos de los representantes”, era necesario consultar previamente a los pueblos: opinaba que “no era conveniente otra cosa, por ahora, que dar un reglamento provisional”. Y que si no se hacía aquella consulta, él se retiraba del Congreso. Se ha hecho notar que no se trataba de una postura republicana –como quiere la leyenda escolar- sino que, simplemente, Oro declaraba carecer de instrucciones. Siguió un debate y se levantó la sesión.
Palo en la rueda
El 19, Pedro Medrano, adversario (como todos los diputados porteños) de la tesitura propuesta, logró colocar previsoramente un palo en la rueda. Por su moción, el Congreso acordó que, para sancionar el sistema monárquico, se requería “un voto sobre dos terceras partes de la sala plena”. Luego habló José Mariano Serrano. Dijo que hubiera deseado un gobierno “federal”, pero que se adhería a la monarquía temperada “por la necesidad del orden y la unión, la rápida ejecución de las providencias y otras consideraciones”. Acevedo insistió en su postura inicial, apoyado por José Andrés Pacheco de Melo. Sobrevino una discusión sin que se llegara a votar.
El 25 se celebró la Independencia en el Campo de las Carreras, ante numeroso pueblo y más de 5000 milicianos. Allí hablaron el gobernador Bernabé Aráoz y luego Belgrano, quien prometió el pronto establecimiento de la monarquía del Inca.
En la sesión del 31, Pedro Ignacio de Castro Barros pronunció un entusiasta discurso propiciándola, y lo apoyaron Pedro Ignacio Rivera, Mariano Sánchez de Loria y Pacheco de Melo. Este pidió votación.
Arguye Serrano
Pero Acevedo quiso que se agregara que la capital estaría en el Cuzco. Se opuso entonces Estaban Agustín Gascón, quien quería que fuese Buenos Aires. A esta altura, la monarquía temperada parecía conformar a la mayoría, pero no así lo de la dinastía del Inca ni la capital en el Perú. Así, no hubo votación.
El 5 de agosto, José Ignacio Thames insistió en la monarquía incaica, pero Pedro Miguel Aráoz advirtió que era “impertinente tratar de dinastía dominante, cuando aún no se ha adoptado la forma de gobierno conveniente”. Godoy Cruz no aceptaba al Inca, y Castro Barros –modificando su postura anterior- lo acompañó. Entonces Serrano, si bien concordaba con la monarquía, se opuso a que se entronizara a los Incas, por varias razones que expuso.
Argumentó que Mateo García Pumaccahua se había rebelado en el Cuzco con idéntico propósito, y que tuvo desastrosos resultados, porque el pueblo no lo acompañó como suponía. Que debería establecerse interinamente una regencia, pero que esa medida traería serios problemas. Que las divisiones entre aspirantes al trono provocarían sangrientas luchas entre ellos; y, finalmente, que habría dificultades para crear una nobleza, como cuerpo intermedio entre monarca y pueblo. En suma, había que centrarse en tener una poderosa “fuerza armada” para batir a los realistas. A su juicio, “otras ideas” eran sólo “especulaciones alegres”. Otra vez estalló la discusión, sin resultado.
Cierra Anchorena
El 6 de agosto habló Tomás de Anchorena. Dijo que los hábitos, genio y costumbres de quienes habitaban “los llanos” de las Provincias Unidas resistirían a una monarquía, a diferencia de lo que se pensaba en “los altos” del territorio. Debía buscarse, entonces, conciliar ambas posturas, y una “federación de provincias” le parecía la solución. Con estos argumentos sobre paisaje y política, Anchorena daba un golpe mortal a la variante monárquica. Era portavoz del grupo numeroso de 7 disciplinados diputados porteños: ellos podían definir el asunto, dada la elevada mayoría de votos fijada para hacer sanción.
Todo esto aunque, en las instrucciones “reservadas” que aprobó el Congreso (sesión secreta del 4 de setiembre) para el enviado ante la corte de Río de Janeiro, se lo autorizaba a decir que “la parte más sana e ilustre de los pueblos, y aún el común de estos, están dispuestos a un sistema monárquico constitucional bajo las bases de la Constitución inglesa acomodada a las circunstancias”. El enviado debía procurar que Brasil se declarase “protector de la libertad e independencia de estas provincias, restableciendo la casa de los Incas y enlazándola con la de Braganza”.
El candidato
Pero las discusiones sobre la monarquía habían terminado. Otros temas acapararon desde entonces la atención del Congreso, y el Estatuto que aquel llegó a confeccionar era claramente republicano. Cabe recordar que la solución monárquica no sólo estaba apoyada por Belgrano. También se adhirió a ella Martín Güemes, el gobernador de Salta, en una proclama del 6 de agosto. Y era igualmente partidario de ella José de San Martín, quien en carta a Tomás Godoy Cruz (22 de julio) calificaba de “admirable el plan de un Inca a la cabeza”.
No se sabe quién era el candidato a monarca, si se aprobaba el sistema. El periodismo porteño se burlaba de la sola posibilidad: el padre Castañeda hablaba de un “cholo bastarde de Huayna Capac”. El historiador Gianello conjetura que el que se tuvo en mira era probablemente el peruano Dionisio Inca Yupanqui, personaje de prestigio, educado en el Seminario de Nobles de Madrid, que había peleando en España contra los franceses, y que se desempeñó como diputado del Perú a las Cortes.