Viene de lejos con una esperanza atada al futuro. Trae en sus manos un manojo de pobreza, de humildad, de afecto. En sus pupilas se incendia la injusticia de la caldera del ingenio, donde se rebela el sudor de don Tucho. Las manos de doña Ema planchan las ilusiones del barrio.
En medio de la escasez, sus padres adoban un destino mejor para sus changuitos. Su infancia baila con las hojas, silba con las reinas moras, se trepa a los lapachos del parque 9 de Julio. El hambre no ha podido robarle la alegría y la inocencia a ella ni a sus hermanos. Tal vez no sabe que esa guitarra que insomnia sus pensamientos, desgrana a diario sones que fecundarán sus sueños.
Bajo el sol del canto va hallando su camino. Amor. Pérdidas. Desamor. Melancolías. Ausencias. Miedos. Dolores. Soledades… atraviesan su lucha. La voz toca. Sacude. Conmociona. Solidariza. Hermana… el corazón de los pueblos. Aplausos. Ovaciones. Admiración. Popularidad. No la aturden. De su memoria penden los gajos de la carencia. También el aroma de la decencia y el cariño amasado en la mirada de sus tatitas.
Ha puesto su garganta al servicio de la justicia, de hermanos deshonrados despiadadamente por la explotación, de los indigentes. Teje la geografía de la ternura. Yapa en cada canción el deseo de un mundo mejor. Desafía a los profetas del prejuicio y de la muerte. A los torturadores de la vida. Su puño es un grito en alto. Libera los pájaros de la libertad.
Sí, lo lleva a todas partes. Este jardín de 200 años viaja con ella en la república de su sangre. Peregrina del planeta, raíz del tiempo, flor de la luz, abrojo de la tierra, perfume de zamba, parte de sus cenizas sueñan en el viento de Tucumán, donde Manuela Pedraza, Lola Mora e Hilda Guerrero de Molina lucharon y amaron empuñando la mano de la dignidad. Ella partió, pero seguirá acompañándonos en el latido del alba, en el silbido de la brisa, en los ecos del silencio. En la palabra eternidad, vive un bicentenario de tucumanos cobijados en el abrazo del canto de Mercedes Sosa.