Jane E. Brody / The New York Times

Perder a una pareja amada nunca es fácil, cualquiera sea la edad de la vida, sin consideración de las circunstancias. La pérdida puede ser repentina y totalmente inesperada: un fatal ataque cardíaco, accidente de tránsito o una tragedia natural como una inundación o terremoto. O la pérdida puede tardar en llegar a raíz de una enfermedad progresiva que le dé al cónyuge sobreviviente semanas, meses e incluso años para prepararse y presumiblemente “ajustarse” a su inevitabilidad más adelante.

Los psicólogos han sostenido desde largo tiempo atrás que tras un breve período de intensa pena o luto, la gran mayoría de los cónyuges se ajusta bien, regresando a su trabajo y rutinas previos y al estado anterior de satisfacción a los pocos meses; o hasta un año… resultado psicológico al que se conoce como “resilencia”; esto es, resistencia y adaptabilidad. Estudios de George A. Bonanno y colegas en la Universidad de Columbia, así como otros, por ejemplo, han arrojado que el 60 % de las personas que perdieron a un cónyuge fueron “resilentes”: estaban satisfechos con sus vidas y sin depresión.

Sin embargo, una nueva investigación afirma que esta evaluación global es insuficiente para describir las consecuencias de la pérdida de un cónyuge para mucha gente - si no para la mayoría - lo cual sugiere la necesidad de formas más efectivas y específicas de ayudarles a regresar a su estado previo de bienestar.

Tiempo para el duelo

La fe judía en la que fui criada ofrece una de esas fuentes de apoyo, especificando un período de duelo que les da a los sobrevivientes el tiempo necesario para ajustarse a una nueva normalidad. Designa una visitación - la shivá - durante la cual amigos y parientes se reúnen con el doliente para expresar sus condolencias y relatar recuerdos del difunto. Además, requiere de un período de un año de reajuste que incluye rezos diarios y ningún intento de conocer una nueva pareja. De hecho, mi padre, quien se ciñó a este período ritual de duelo, al parecer salió relativamente indemne cuando mi madre, el amor de su vida, murió tras una batalla de un año contra el cáncer. Con dos hijos y la necesidad de proveer, quizá él tuvo escaso tiempo para un duelo prolongado. Tras 18 meses como viudo, a los 51 años de edad contrajo matrimonio de nuevo con una encantadora mujer que se convirtió en nuestra amorosa madrastra.

Pero, cuando él murió repentinamente de un ataque cardíaco 20 años más tarde, a ella no le fue tan bien. Sentía una intensa soledad. Solo después de que ella murió nos percatamos de que lo que solía ser su gusto por la vida se había apagado por una persistente depresión de bajo nivel y limitadas conexiones sociales tras la muerte de mi padre.

La nueva investigación muestra que incluso aquellos que expresan satisfacción general con sus vidas tras la pérdida de un cónyuge, a menudo experimentan considerable deterioro en la salud física y emocional, así como en su bienestar. En otras palabras, su resilencia no es uniforme. Si se rasca la superficie, es probable que se encuentre que el cónyuge sobreviviente que parece feliz y bien ajustado podría tener considerables dificultades que no saltan a la vista para un observador casual.

La investigación fue conducida por Frank J. Infurna y Suniya S. Luthar, psicólogos en la Universidad Estatal de Arizona en Tempe, que aprovecharon la serie única de datos reunida anualmente durante 13 años en Australia (Estudio sobre Ingresos del Hogar y Dinámica Laboral en Australia, conducido de 2001 hasta 2013 entre una muestra representativa de australianos a partir de los 15 años de edad). Durante el estudio, 421 participantes perdieron a su pareja. Los psicólogos de Arizona analizaron cinco aspectos específicos de cómo les estuvo yendo por cada uno de los cinco años antes y cinco años después de que enviudaron. El 66% por ciento regresó a su nivel de satisfacción previo a la pérdida en un plazo de un año, en tanto que el 34 % experimentó una caída precipitosa tras la muerte y no había regresado a su nivel anterior incluso cinco años más tarde. Cuando se evaluaron respuestas a preguntas sobre sentimientos positivos como “¿Se sentía lleno de vida?” “¿Se ha sentido calmado y en paz?” “¿Tuvo mucha energía?”, solo el 26 % había regresado a su nivel anterior; el 74 %, que había empezado a un nivel más bajo antes de su pérdida, se hundió incluso más bajo al momento de la muerte y nunca repuntó plenamente.

Los participantes también informaron sobre su salud general y si habían tenido dificultades para desempeñar actividades diarias como cargar abarrotes, subir escaleras, caminar varias calles, bañarse y vestirse. El 37% fue resilente en términos de salud general, pero el 63 % manifestó una salud deficiente desde el comienzo y se hundió más con el tiempo. La función física declinó también para el 55 %, con solo 29 % demostrando resilencia.

Del grupo entero, solo el 8 % de los individuos dolientes exhibieron buen estado para los cinco indicadores de resilencia que se estudiaron, en tanto que el 20 % no fue resilente en ninguno.

Dado que 92 % de los participantes experimentaron descensos en una o más áreas de funcionamiento, los investigadores concluyeron que es erróneo definir la resilencia “con base en una serie limitada de resultados medidos”. Lo que es más, agregaron, las personas que perdieron a un cónyuge podrían tener dificultades más allá de las evaluadas en este estudio, como problemas en el trabajo o sentimientos generales de soledad. Considerando todo, los hallazgos mostraron pronunciadas diferencias respecto de lo que por lo general se ha creído con respecto a cuán resilente es la gente ante la pérdida de un cónyuge. Depende del aspecto particular de la vida en cuestión. Los aspectos de mayor importancia para la resilencia en vista de la pérdida fueron cuán vulnerables o protegidos se sintieron los cónyuges sobrevivientes y cuán bien funcionaron en sus roles cotidianos, dijo Infurna en una entrevista.

Tener alguien en quién apoyarse

Él y Luthar describieron tres factores que influyeron sobre la resilencia en general: 1) Consuelo confiable - tener alguien en quien confiar o apoyarse en tiempos de complicaciones, así como ser capaz de obtener ayuda de otras personas cuando sea necesario; 2) Conexiones sociales - sea o no que sus problemas de salud física o emocional interfirieron con actividades sociales como visitar amigos y parientes e interactuar socialmente con vecinos o grupos, y 3) Funcionamiento diario - tener dificultades con actividades normales debido a problemas emocionales como depresión o ansiedad.

Con base en sus datos, los investigadores concluyeron que “puede tomar de dos a tres años o incluso más tiempo para que alguien se recupere de la pérdida” y regrese “a sus niveles de funcionamiento previos a la pérdida”.

Lo que ellos descubrieron que ayudaba era permanecer socialmente conectado y comprometido en las actividades usuales de la vida cotidiana y saber a dónde podían buscar ayuda y consuelo, así como recibir apoyo cuando lo necesitaran.