Kirk Semple y Elisabeth Malkin / The New York Times

CIUDAD DE MEXICO.- Empezaron a llegar poco después de que se dio a conocer la noticia, el domingo pasado por la tarde: parejas, familias y personas solas que buscaban el compañerismo de otros que sentían el dolor tan profundamente como ellas. Para las 22, había cientos - jóvenes y viejos, ricos y pobres- apiñados en torno a la estatua del cantautor mexicano Juan Gabriel, en el centro histórico de la Ciudad de México.

Un trompetista tocó las notas de una canción y la multitud siguió cantando al unísono. Alguien gritó el título de otra y el resto se sumó. Así fue toda la noche.

Por toda la capital y el resto de México, los admiradores realizaron vigilias y celebraciones espontáneas para rendir homenaje a la vida de Juan Gabriel, quien murió el 28 de agosto en California, a los 66 años. Restaurantes y bares pusieron su música. Los músicos se reunieron en las esquinas a interpretar de su cancionero.

“No se pregunta lo obvio”

Es difícil exagerar la popularidad de Juan Gabriel en México, cuya música toca una vena profundamente sentimental en la cultura mexicana. Su atractivo trascendió los límites regionales, raciales y de clase en una sociedad por lo demás estratificada y fraccionada. Su música se toca en las fiestas de cumpleaños de los niños y en los aniversarios de boda de los pensionados. Proporciona la banda sonora para las ocasiones jubilosas, tanto como para el desamor.

Si bien es posible que no exista la analogía perfecta en el firmamento de los héroes musicales estadounidenses y europeos, la efusión nacional que ha seguido a su muerte trajo a la mente los homenajes instantáneos y las respuestas a la muerte de Michael Jackson, Prince y David Bowie.

Y como esos artistas, Juan Gabriel desafió las convenciones sexuales de la corriente dominante. Fue un intérprete exuberante que prefería atuendos cubiertos de lentejuelas o de seda brillante, en colores resplandecientes como el amarillo y el rosa eléctrico. Se creía ampliamente que era gay, aunque nunca lo confirmó ni lo negó. Cuando alguna vez le preguntaron en una entrevista por televisión si era gay, respondió: “Dicen que no se pregunta lo obvio”.

A pesar de la prevaleciente cultura machista y homofóbica de México, hombres y mujeres lo adoraban por igual.

“Nunca ocultó su preferencia sexual, pero nunca fue explícito al respecto”, notó Chuco Mendoza, de 59 años, un bajista en la Ciudad de México. “Era auténtico. Nunca le vi ninguna pose”. Mendoza, como casi todos los mexicanos, creció escuchando a Juan Gabriel.

“Fue un baladistas cuyas palabras eran sencillas y directas”, notó Mendoza. “Hablaba el mismo lenguaje que la gente común y se podía identificar con ellas”. Agregó: “Su armonía no era complicada, pero era pegajosa y prendía en la conciencia de la gente”.

Andrés Topete, de 38 años, un taxista de la Ciudad de México, quien estuvo ante la estatua de Juan Gabriel en la Plaza Garibaldi el lunes, dijo que había “verdad” en las canciones del artista.

“Tienes que escuchar las canciones, y encontrarás algo con lo que identificarte”, notó.

Las expresiones que se extraen de las letras de Juan Gabriel han entrado en el léxico popular de México, y muchas personas repitieron algunas de sus frases más conocidas, conforme se propagaron las conmemoraciones en las redes sociales tras su muerte.

Su base de fans se extiende por toda América Latina y el mayor mundo de habla hispana. Los inmigrantes en Estados Unidos se llevaron con ellos sus canciones y se presentó en lugares donde se agotaban las localidades al norte de la frontera, acompañado por mariachis completos, una orquesta y su característica maestría escénica. Cuando murió, se encontraba en medio de la gira norteamericana Mexico Is Everythin (México lo es todo) y estaba programado un concierto en El Paso, Texas, el domingo por la noche.

Del orfelinato a la fama

En particular, se granjeó el cariño de los mexicanos más pobres porque, en parte, ellos se identificaban con su vida temprana en la pobreza y su ascenso a la fama gracias a su propio esfuerzo.

Nació como Alberto Aguilera Valadez, hijo de campesinos, y fue el más chico de 10 hermanos. Cuando era bebé, a su padre, Gabriel Aguilera, lo internaron en un hospital mental. Su madre se llevó a la familia a la dura Ciudad Juárez en la frontera, al otro lado de El Paso. No podía cuidarlo y lo colocó en un orfanatorio cuando era pequeño.

A los 14 años, se escapó del orfanato y empezó a componer música, vendía chucherías y galletas en la calle y, después, tocó en los bares de la ciudad. En busca de la fama, se fue a la Ciudad de México donde pasó más de un año en la cárcel, acusado falsamente de robar una guitarra.

Sin embargo, dice la leyenda que la famosa cantante de ranchero Enriqueta Jiménez lo escuchó y convenció a sus productores para que lo contrataran. Para cuando tenía 21 años, ya había sacado su primer álbum.

Se convirtió en un defensor de los niños huérfanos, fundó un orfanato en Juárez y actuó en conciertos de beneficencia por los hogares infantiles de México.

Puro corazón

Al preguntársele por qué el cantante pudo unificar a gran parte del país, María Guadalupe Soto, de 68 años, quien también se encontraba en la estatua el lunes, respondió: “Le voy a decir por qué; por el puro corazón, porque fue una persona muy humanitaria y fue muy bondadoso”.

Soto dijo que había estado con el cantante en varias ocasiones por su esposo ya muerto, un sastre que se especializaba en hacer trajes para los cantantes de mariachis y quien hizo tres para un joven Juan Gabriel en los 1970.

“En las profundidades de mi corazón”, dijo ella, “siento tristeza”.

Inagotable

Juan Gabriel fue también un director de orquesta exigente, que tenía un ritmo de trabajo agotador y que desafiaba a sus músicos con composiciones que abarcaban muchos géneros musicales distintos.

“Sabía perfectamente lo que quería para su espectáculo”, dijo Baldomero Jiménez, de 44 años, un pianista que salió de gira con Juan Gabriel a principios de los 2000 y fungió como director del coro. “Tenía que ser firme para mantenerse durante tantos años”.

Sus conciertos eran grandes espectáculos con muchísima energía, donde se reunían mexicanos de todas las clases sociales bajo el mismo techo, que cantaban y bailaban juntos.

“Para la tercera canción, a nadie le quedaba ninguna compostura; se habían entregado por completo”, recordó Eduardo de Angoitia, de 53 años, un agente de seguros en la Ciudad de México, quien asistió a cuatro presentaciones de Juan Gabriel en los 1980. “Todos se ponían emotivos”. El aguante del artista, por cierto, parecía ilimitado. El intérprete, recordó Angoitia, le preguntaba al público: “¿Están cansados?”, y agregaba rápidamente, “¡Yo no!”.

Sus cenizas se quedarán en Ciudad Juárez, la metrópoli que lo vio nacer artísticamente.