Alison Smale / The New York Times 

De muchas formas, es apropiado que el último juicio a un oficial de las SS en Auschwitz se desarrolle lejos de los reflectores, en este bonito pueblo provincial de 70.000 habitantes que es Detmold, en Alemania.

Fue desde rincones rurales como este, en Renania del Norte - Westfalia (uno de los Estados más poblados del país) que los nazis formaron su base de millones de hombres y mujeres que se integraron a la causa de Hitler, aparentemente triunfante; y con pocos cuestionamientos ejecutaron sus máximas asesinas.

Eran personas como Reinhold Hanning, de 94 años, sentenciado a cinco años por ser cómplice en por lo menos 170.000 muertes durante el tiempo que fue guardia de las SS en el campo de concentración de Auschwitz-Birkenau, desde enero de 1943 hasta mediados de 1944.

Después de la Segunda Guerra Mundial, Hanning fue prisionero de los británicos, que lo liberaron en 1948. Se trasladó a Lage, su pueblo natal, a 10 kilómetros de Detmold, donde vivió hasta ahora. Hanning afirma que nunca habló con nadie sobre Auschwitz, ni siquiera con su esposa ni con sus dos hijos, ni con sus nietos.

Tras el juicio, que duró cuatro meses, presentó una elaborada disculpa por haber integrado “una organización criminal que es responsable de la muerte de muchas personas inocentes; de la destrucción de innumerables familias; de la miseria, la tortura y el sufrimiento por parte de las víctimas y sus parientes”.

La disculpa se quedó demasiado corta para las expectativas de los 57 demandantes, sobrevivientes del Holocausto, como León Schwarzbaum, también de 94 años, quien el día del inicio del juicio, en febrero, exhortó a Hanning a romper el silencio, y le advirtió: “pronto, los dos nos vamos a reunir con nuestro creador”. “Para mí, su declaración no va lo suficientemente lejos”, afirmó Schwarzbaum cuando el juicio se acercaba a su fin. “Debió haber hablado más sobre lo que hizo, en lo que participó y vio. No me enteré de nada”.

El mismo día, me senté con Thomas Walther, el abogado alemán responsable de los últimos procesos -que llegan siete décadas tarde- a oficiales de las SS en Auschwitz-Birkenau, el campo de exterminio donde más de un millón de personas fueron asesinadas con gas, a balazos, ahorcadas o inyectadas.

Abogados y jueces nazis

Después de retirarse como juez, Walther fue a trabajar a la oficina de crímenes nazis de Alemania en Ludwigsburg, en la que durante décadas juristas alemanes habían argüido que era posible procesar a los guardias de los campos solo si se los podía vincular a crímenes específicos. Eso fue un corolario a la búsqueda dilatoria de los procesos por crímenes de guerra en el sistema de justicia de Alemania Occidental que estaba plagado de abogados y jueces que habían sido nazis.

Solo fue hasta el año pasado que este fracaso se representó claramente en una película de éxito, “The State vs. Fritz Bauer” (El Estado contra Fritz Bauer), en la que se hace la crónica de la lucha solitaria del fiscal estatal en Frankfurt, quien instigó los únicos juicios alemanes por Auschwitz en los 1960 y quien notificó al Mossad que Adolfo Eichmann estaba en Argentina.

De los aproximadamente 6.500 guardias de las SS que habían trabajado en Auschwitz, solo se juzgó a 29 en Alemania Occidental. A 20 más se los enjuició en el Este comunista.

Cuando trabajó con Eli Rosenbaum, un investigador estadounidenses en el Departamento de Justicia de Estados Unidos, Walther reinterpretó la legislación alemana para permitir el proceso de John Demjanjuk, el estadounidense nacido ucraniano, al que al final extraditaron a Alemania y, en el 2011, sentenciaron a cinco años de cárcel por complicidad en aproximadamente 28.000 asesinatos en el campo de la muerte de Sobibor. Murió al año siguiente.

La oficina de Ludwigsburg persiguió a otros ex guardias, lo cual resultó en el juicio y la sentencia el año pasado de Oskar Groening, de 95 años, y ahora, de Hanning. Se acusó a otras dos personas, pero la mala salud ha hecho que sea poco probable que concluya su juicio.

Otro ex guardia de Auschwitz murió en abril, justo antes de que comenzara su juicio en Hanau, cerca de Frankfurt.

“Que dentro de 30 o 40 años estos cuantos juicios aparezcan en la historia política y judicial como pies de página o como capítulos reales, solo el futuro lo mostrará”, dijo Walther.

Groening, quien había hablado en entrevistas sobre su pasado en Auschwitz una década antes de su juicio, y Hanning eran los típicos alemanes de las clases más bajas que vieron en unirse a las SS una forma de ascender, hasta de brillar. “Muchos de los subordinados eran de las provincias”, dijo Walther, a diferencia de los habitantes de las ciudades, estudiantes o empleados en las grandes firmas, que tenían cierta apertura al mundo.

Justicia posnazi

La apertura al mundo también afectó la justicia posnazi. En el primer juicio por crímenes de guerra que cubrí en Colonia, Alemania, en 1980, muchos espectadores eran de Francia, donde Serge y Beate Klarsfeld habían liderado la lucha para procesar a uno de los tres ex nazis a quienes se sentenció a entre seis y 12 años por asistir en la deportación de 73.000 judíos franceses a Auschwitz.

Camino a oír la sentencia, me encontré con un germano occidental de edad mediana, quien, como tantos alemanes todavía, se negó a dar su nombre, pero sabía que resentía la intromisión extranjera. “Se vuelve a sacar todo otra vez”, se quejó. “Si no tuviéramos estos juicios, entonces, los extranjeros podrían olvidarse de los nazis”.

En 1981, informé sobre el final del último de los grandes juicios por crímenes de guerra, de nueve acusados que trabajaron en el campo de la muerte de Maidanek, donde mataron a 250.000 personas. Después de seis años en el tribunal, Hermine Braunsteiner Ryan, quien se casó con un estadounidense después de la Segunda Guerra Mundial, fue a la única que sentenciaron a cadena perpetua.

El juzgado quedó vacío una vez que se pronunció la sentencia. Horas después, yo era casi la última persona que quedaba escuchando el razonamiento de los jueces. Todo daba la impresión de ser exhaustivo -Alemania Occidental trabajando a través de su historia, sirviendo a la justicia-, pero no hubo escapatoria de la impresión de estar viviendo una nota a pie de página.

Juicio sumario

Mi siguiente encuentro con juicios por crímenes de guerra fue en la Unión Soviética, en junio de 1986, en Simferopol, capital de Crimea. Era el juicio de Fiodr Fedorenko, un ucraniano y el primer sospechoso de cometer crímenes de guerra extraditado de Estados Unidos a la Unión Soviética, acusado de trabajar para los nazis en el campo de la muerte de Treblinka. Originario de la misma región que Demjanjuk, Fedorenko no recibió nada parecido a la comparecencia exhaustiva de un tribunal alemán.

Presentaron a su esposa campesina, de la cual se había separado mucho tiempo atrás, quien sugirió que Fedorenko se había opuesto a la colectivización soviética. Lo describieron como un sirviente voluntario de los invasores nazis. La justicia soviética fue sumaria: lo declararon culpable y lo ejecutaron.

El juicio de Groening el año pasado, en Lueneburg, otro pueblo provincial, podría haber parecido poco espectacular. No obstante, como todos los demás, fue un recordatorio de cómo la historia del siglo XX marchó por la vida de los perpetradores y de las víctimas; y que todos siempre tenemos opciones y tomamos decisiones.

La decisión que tomó Hanning fue ingresar en las SS. Lo hirieron en combates alrededor de Kiev; para convalecer, terminó en un centro que utilizaban los guardias de Auschwitz y, luego, se les unió bajo circunstancias que nunca se aclararon en el juicio.

Leonie Figge, de 16 años, y Stina Ulbrich, de 17, estaban entre 25 adolescentes que habían estado de visita en Israel, en marzo, y asistieron al juicio de Hanning unas cuantas veces.

“Estoy tan contenta de haber tenido la oportunidad de estar aquí”, manifestó Ulbrich. “Simplemente, te conmueve”.