Rachel L. Swarns - The New York Times

En los muelles desbordantes de la capital de Estados Unidos, se embarcaba la carga humana destinada a las plantaciones en el sur profundo. Algunos esclavos suplicaban que les dieran rosarios cuando los juntaban porque querían rezar para que los liberaran. Sin embargo, este día del otoño de 1838, no se quedó ninguno: ni siquiera el bebé de dos meses con su madre, ni los trabajadores del campo, ni el zapatero, ni Cornelius Hawkins, que tendría alrededor de 13 años cuando lo obligaron a subirse al barco. Su pánico y desesperación se olvidarían, en gran parte, durante más de un siglo. Pero no se trataba de cualquiera venta de esclavos. Los afroestadounidenses esclavizados habían pertenecido al sacerdocio jesuita más importante del país. Y los vendieron junto con otros para asegurar el futuro de la principal institución católica de educación superior del país en aquel entonces, conocida hoy como Universidad de Georgetown.

Actualmente, debido a las protestas raciales que agitan los campus universitarios, una insólita colección de profesores, estudiantes, ex alumnos y genealogistas de la Universidad están tratando de averiguar qué les pasó a esos 272 hombres, mujeres y niños. Y están haciéndose una pregunta particularmente dolorosa: ¿acaso se les debería algo a los descendientes de los esclavos que se vendieron para asegurar la supervivencia de la universidad? ¿Y qué sería?

Más de una docena de universidades -incluidas Brown, Columbia, Harvard y la de Virginia- han reconocido públicamente sus vínculos con la esclavitud y el comercio de esclavos. Sin embargo, la venta de esclavos en 1838, organizada por los jesuitas que fundaron y manejaron Georgetown, sobresale por su magnitud, según los historiadores.

La universidad dependía de las plantaciones jesuitas en Maryland para ayudar a financiar sus operaciones, cuentan los directivos universitarios. Era frecuente, además, que los feligreses prósperos donaran esclavos. La venta de 1838 -por un valor cercano a los 3,3 millones de dólares de hoy- fue organizada por dos de los primeros rectores de Georgetown, ambos sacerdotes jesuitas. Parte del dinero ayudó a liquidar las deudas.

“La Universidad le debe su existencia a esta historia”, destacó Adam Rothman, historiador en Georgetown y miembro de un grupo de trabajo que está estudiando la forma de que la institución reconozca y aborde sus enredadas raíces en la esclavitud.

Las manifestaciones estudiantiles realizadas en Georgetown en noviembre pasado reactivaron este objetivo. La Universidad estuvo de acuerdo en quitar los nombres de los reverendos Thomas F. Mulledy y William McSherry, los rectores involucrados en esa venta, de los dos edificios del campus.

Inquietudes

Un ex alumno, Richard J. Cellini, católico practicante y director ejecutivo de una compañía de tecnología, se preguntó si se necesitaría hacer más. Lo inquietaba que ni los jesuitas ni los directivos de la Universidad hubieran tratado de rastrear la vida de los afroestadounidenses esclavizados o de compensar a su progenie.

Cellini reveló que nunca había dedicado mucho tiempo a pensar en la historia afroestadounidense, pero que no podía dejar de hacerlo en los esclavos cuyos nombres habían estado por décadas en los archivos de Georgetown.

“No se trata de un grupo incorpóreo de personas, sin nombre ni rostro”, dijo Cellini, de 52 años, cuya compañía, Briefcase Analytics, tiene su sede en Cambridge, Massachusetts. “Se trata de personas reales, con nombres reales y descendientes reales”, puntualizó.

Investigaciones

En dos semanas, Cellini había establecido una organización sin fines de lucro, Georgetown Memory Project; había contratado a ocho genealogistas y había recaudado más de 10.000 dólares entre los ex alumnos para financiar la investigación.

Rothman se enteró de los esfuerzos de Cellini y le hizo saber que varios de sus estudiantes y él también estaban rastreando a los esclavos. Pronto, los dos hombres y sus equipos estaban trabajando en carriles paralelos.

Lo que ha surgido de su investigación y la de los académicos es una mirada a un mundo insular, dominado por sacerdotes, que les exigían a sus esclavos que fueran a misa por la salvación de su alma, pero también los azotaban y vendían. Los investigadores han usado los expedientes de los archivos para seguirles la huella a los esclavos desde las plantaciones jesuitas de Maryland hasta los muelles de Nueva Orleáns, a tres plantaciones al oeste y en el sur de Baton Rouge, en Luisiana.

La esperanza era que, al final, se identificara a los descendientes de los esclavos. Para finales de diciembre, una de los genealogistas de Cellini se sintió segura de haber encontrado un caso de prueba contundente: la familia de Cornelius Hawkins.

Ya antes los jesuitas habían vendido a esclavos individuales. Muy pronto, en la década de 1780, ya hablaban abiertamente de la necesidad de seleccionar su inventario de seres humanos, revelan las investigaciones de Rothman,

Sin embargo, la decisión de vender prácticamente a todos sus afroestadounidenses esclavizados en la década de 1830 había dejado profundamente preocupados a algunos sacerdotes.

“Sería mejor sufrir un desastre financiero que sufrir la pérdida de nuestra alma con la venta de los esclavos”, escribió el reverendo Jan Roothaan, que dirigía la organización internacional de jesuitas desde Roma y, al principio, fue renuente a autorizar la venta.

Sin embargo, varios jesuitas prominentes, incluido Mulledy, a la sazón el influyente rector de Georgetown que había supervisado su expansión, y McSherry, que estaba a cargo de la misión jesuita en Maryland, lo persuadieron para que reconsiderara. (Los dos hombres habrían intercambiado cargos para 1838.)

Así es que en junio de 1838, Mulledy negoció una transacción con Henry Johnson, un miembro de la Cámara de Representantes de Estados Unidos, y con Jesse Batey, un terrateniente de Luisiana, para vender a Cornelius y a otros.

Mulledy tomó la mayor parte del enganche que recibió en la venta -alrededor de 500.000 dólares de hoy- y la utilizó para ayudar a pagar las deudas en las que había incurrido Georgetown durante su gestión.

Un nombre conocido

Después de la venta, Cornelius se evapora de los registros públicos hasta 1851, cuando, por fin, se logra retomar su rastro en una plantación de algodón cercana a Maringouin, en Luisiana.

Batey, su dueño, había muerto, y Cornelius aparecía en el inventario de la plantación, que incluía 27 mulas y caballos, 32 cerdos, dos carretas tiradas por bueyes y veintenas de esclavos. A él lo valuaron en 900 dólares. (“Valiosa plantación y negros en venta”, decía un anuncio de periódico en 1852.)

Los registros muestran que la plantación se vendería una y otra vez, pero la familia de Cornelius permaneció intacta. En 1870, aparece por primera vez en el censo. Entonces tendría unos 48 años, era padre, esposo, jornalero agrícola y, finalmente, hombre libre.

Podría haber vuelto a desaparecer de la vista por algún tiempo, salvo por algo que pocos pudieran haber esperado: su profunda y perdurable fe. Fue su catolicismo, que nació en las plantaciones jesuitas de su infancia, lo que proporcionaría a los investigadores un mapa de ruta de sus descendientes.

Los hijos y nietos de Cornelius también abrazaron la Iglesia católica. Así es que Judy Riffel, una de las genealogistas que contrató Cellini, empezó a seguir una cadena de casamientos y nacimientos, de bautizos y entierros. Los archivos eclesiásticos ayudaron a llegar hasta la mujer de 69 años, de Baton Rouge, llamada Maxine Crump.

Crump, presentadora de noticias ya retirada, conducía rumbo a Maringouin, su ciudad natal, en febrero, cuando sonó su teléfono celular. Era Cellini quien llamaba.

El asombro

Escuchó, asombrada, lo que él le contaba sobre su tátara tatarabuelo, Cornelius Hawkins, que había trabajado en una plantación a solo unas cuantas millas de donde creció ella. Todo era nuevo para Crump, excepto por el nombre de Cornelius, o Neely, como se le conocía a él. El nombre se había pasado de generación en generación en su familia. Su bisabuelo se llamaba así, al igual que uno de sus primos. Ahora, por primera vez, Crump conocía los orígenes.

“¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío!”, repetía cuando se estaba informando de sus antepasados.

Cellini, cuyos genealogistas ya han rastreado a más de 200 esclavos de Maryland hasta Luisiana, cree que puede haber miles de descendientes vivos.

Posible compensación

El grupo de trabajo de Georgetown ha estado sopesando si la Universidad debería disculparse por sacar provecho del trabajo esclavo, crear un monumento a los esclavizados y darles becas a sus descendientes, entre otras posibilidades, dijo por su parte Rothman, el historiador. “Es difícil saber qué podría reconciliar una historia como esta. ¿Qué se puede hacer para redimirse?”, manifestó.

Cuando Riffel le dijo a Crump donde pensaba que estaba enterrado Cornelius, Crump sabía exactamente adónde ir.

Las dos mujeres manejaron por las estrechas carreteras que pasan por los cañaverales de Iberville Parish, rumbo al único cementerio católico en Maringouin. Allí encontraron la última marca física del viaje de Cornelius en el cementerio del Inmaculado Corazón de María, donde también están enterrados el padre, la abuela y el bisabuelo de Crump. En la desgastada lápida, que ya se había caído, se podía leer lo que estaba escrito con sencillez: “Neely Hawkins murió el 16 de abril de 1902”.