En 2015 fueron al menos 25 y este año ya son tres. Murieron en enfrentamientos con la Policía o en peleas entre bandas narcos o por desnutrición o enfermos o se suicidaron. Todos ellos (según cifras de las Madres del Paco, en sólo cinco barrios de la Capital) son víctimas mortales del consumo de estupefacientes. Fallecieron en manos de la miseria y de la exclusión social, en barrios donde la diferencia entre drogarse y comer es que lo primero es menos costoso y, por ende, es la opción preferida. En la Costanera se venden las ollas de las madres, las zapatillas de los hermanos y hasta el cuerpo mismo por un papel, la dosis del residuo de la cocaína. Cuando no hay qué vender se roba o se “alquila” un haragán para limpiar los vidrios de los autos y para conseguir unas monedas.
El papel cuesta $ 10, la pepa (un ácido) o el éxtasis se consiguen a partir de $ 150. Las víctimas de las drogas sintéticas son rehenes de la sociedad del vacío, esa que prioriza el consumo y la felicidad inmediata. Los muertos por “paco” son las víctimas de la otra punta de la escala social Argentina. En ambos extremos la droga está matando a los jóvenes.
En Tucumán, sin embargo, indigna que la luz de alarma de la clase dirigente se encienda por los muchachos fallecidos en una fiesta electrónica en Buenos Aires y no por las decenas que mueren año tras año fusiladas por una de las más baratas y destructivas de las drogas ilegales.
Desde el ahora obispo de Añatuya Melitón Chávez, pasando por dirigentes sociales y políticos hasta las Madres del Pañuelo Negro denunciaron sin respiro la realidad de los barrios más vulnerables de Tucumán: los pibes pierden la vida por el “paco” y la política poco hace -y hasta colabora- para que ello suceda. Esos mismos actores denunciaron en estas páginas que el nuevo “bolsón electoral” en las barriadas carenciadas era el papel. ¿Quién se indignó con esas denuncias? ¿Algún concejal o legislador planteó un proyecto al respecto? ¿La Justicia actuó de oficio para indagar sobre el hecho? ¿La Legislatura “donó” algo más que algunos pesos de sus gastos sociales para abrir comedores, centros deportivos o fazendas de recuperación de adictos, por ejemplo, en la Costanera?
Los concejales peronistas David Mizrahi, Alejandro Figueroa, Graciela Suárez, Dolores Medina Taljuk, María Belén Cruzado Sánchez y Dante Loza presentaron un oportunista y mediocre (tiene dos artículos, el segundo, “de forma”) proyecto de ordenanza para que se suspendan las fiestas electrónicas en San Miguel de Tucumán. Como si ello fuera a frenar el consumo de los que se tragan la pastilla o se pegan el pedazo de cartón en el paladar antes de ir a esa o a cualquier otra fiesta. Ojalá fuese tan sencillo como prohibir un estilo musical para acabar con el consumo. ¿Por qué los ediles o el municipio o el Poder Ejecutivo no prohíben la parte salvaje de la Costanera, violenta y sin servicios básicos en la que pululan los transas y la muerte para los niños y adolescentes? ¿Por qué no objetan la carencia de ese barrio y ordenan que allí se viva dignamente?
La hipocresía se apodera de la clase dirigente y de la casta social media (¿acomodada? ¿Pensante? ¿Decisoria?) que se enloquece por el peligro que podrían enfrentar sus hijos en una fiesta cool, pero que ni se inmuta cuando un adolescente marginal deja que su malparido destino se apague colgando de una cuerda.
El presupuesto para la Secretaría de las Adicciones (para este año es de $ 13,2 millones) apenas llega a un 10% de la partida de “Transferencias” (de libre disponibilidad, por un monto de $ 119 millones para este año) de la Secretaría General de la Gobernación. En San Miguel de Tucumán se gastaron $ 8,5 millones para erigir un extraño monumento al Bicentenario. Con ese dinero se podría haber terminado, por ejemplo, el Centro Educativo Terapéutico (CET) inconcluso en las barrancas del Río Salí y se habría hecho un verdadero homenaje a nuestros próceres (fue presupuestado el año pasado en $ 12 millones e iba a realizarse con fondos de la Nación, que aún se adeudan). Ni hablar de los trabajadores sociales de la Costanera que gracias a donaciones lograron hacer funcionar un comedor de noche, cuando con apenas el 1% del presupuesto legislativo para gastos sociales se podría dar de comer durante un año a los jóvenes que, sin vergüenza, admiten que a veces prefieren drogarse para no sentir hambre. Muchos de los que trabajan en esos CET son ex adictos que, para colmo de males, no cobran hace seis meses. ¿Nadie se indigna por ello?
La sentencia de Julio Medina, integrante del CET que funciona en la Costanera, es contundente: “acá parece que no le importamos a nadie. Cuando muere alguien con estudios es una tragedia. ¿Quién llora al pobre, al chico adicto que muere desnutrido o con una sobredosis? Si un legislador es detenido con droga, es consumo personal. Un chico se droga con ‘paco’ y es automáticamente un criminal”. Como para pensar qué tipo de sociedad somos. Y qué tipo de sociedad queremos.