A Justo José Ilarraz lo entrerriano le asoma desde el nombre. Se llama como Urquiza, prócer por excelencia de la provincia mesopotámica, pero desde el primer día parece ligado a Tucumán, ya que nació el 9 de julio. Fue en Paraná, en 1958. Casi 12 años más tarde -el 14 de marzo de 1970- ingresó al Seminario Menor, un secundario confesional que Ilarraz cursó en calidad de pupilo y del que egresó con el título de bachiller en Letras. De allí pasó al Seminario Arquidiocesano Nuestra Señora del Cenáculo. Fue ordenado sacerdote en 1983 por Estanislao Karlic, entonces obispo coadjutor de Paraná. La Justicia confirmó el procesamiento de Ilarraz por delitos contra la integridad sexual de siete ex seminaristas y, en un fallo histórico, cuestionó a la jerarquía de la Iglesia Católica entrerriana por haber encubierto los casos. En el foco de esa tormenta aparece Karlic, hoy retirado: tiene 90 años y es cardenal desde 2007.
“No hay normas por encima de las leyes civiles. Nadie está exento de la autoridad de estas”. indica el fallo firmado por los jueces Pablo Virgala, Daniel Malatesta y Gustavo Maldonado. El Tribunal desarmó así el modus operandi que la Iglesia había adoptado para tratar los abusos sexuales cometidos por sus miembros: investigaciones internas, absoluto secreto, sanciones canónicas, nuevos destinos para los implicados. La Justicia explicitó que barrer los crímenes bajo la alfombra es inaceptable y que la Iglesia tiene la obligación de denunciar penalmente a los abusadores, para que -como cualquier otro presunto delincuente- sean juzgados.
No sólo Karlic figura entre los encubridores de Ilarraz. La sombra se extiende sobre quienes lo sucedieron en el arzobispado paranaense, Mario Maulion y Juan Alberto Puiggari. En su defensa, los tres sostienen que actuaron de acuerdo con las disposiciones internas de la Iglesia. Es más; Maulion afirma que nunca se enteró del tema. Otra pata de esta mesa es la tucumana.
Los presuntos abusos cometidos por Ilarraz en su carácter de prefecto de disciplina del seminario paranaense se produjeron entre 1985 y 1993. Una vez al tanto de la situación, Karlic envió a Ilarraz a Roma. Es una jugada usual cuando conviene sacar de la cancha a algún sacerdote cuestionado. Los movimientos siguientes están detallados por Ricardo Leguizamón, periodista que escribió una biografía no autorizada de Karlic (“Las dos vidas del cardenal”). Cuenta Leguizamón que Ilarraz volvió de Italia en 1997 para instalarse en Buenos Aires, donde dejó de lado la vida religiosa. El laicicismo le duró poco, porque descolgó la sotana del placard al encontrar cobijo en Tucumán. Fue la diócesis de Concepción la que le abrió la puerta y lo instaló en la parroquia del Sagrado Corazón, en Monteros. ¿No sabía Bernardo Witte, entonces obispo, cuál era la historia de Ilarraz?
Witte murió el año pasado en Mendoza, a los 88 años. La incardinación de Ilarraz en Monteros fue firmada en 2004, cuando José María Rossi ya había sucedido a Witte en el cargo. Rossi fue citado a declarar dos veces por Susana Firpo, la jueza que tiene luz verde para elevar la causa Ilarraz a juicio oral. Cuando el caso estalló en los medios, en septiembre de 2012, Rossi se limitó a decir: “la iglesia hizo todo lo que debía hacer. En nuestra diócesis, donde el sacerdote permaneció desde hace más de 10 años, no se ha recibido ninguna denuncia contra su persona sobre posibles hechos semejantes”. Del fondo de la cuestión -la presunta condición de abusador de Ilarraz-, ni una palabra.
Ilarraz circula como un vecino más de Monteros, de perfil bajísimo y apartado de los deberes de párroco que ejerció durante tanto tiempo. El año pasado, cuando votó en la Escuela Federico Moreno (mesa 1.552), le pidió a un periodista que lo había abordado que todo lo referido al tema se lo preguntara a uno de sus abogados, Jorge Muñoz. La defensa de Ilarraz presentó un recurso extraordinario ante la Suprema Corte de Justicia. Solicita que se dicte la prescripción de la causa, teniendo en cuenta que pasaron más de dos décadas de los episodios denunciados.
Hay otra historia
En el caso Ilarraz la cadena de encubrimiento funcionó a la perfección hasta que la prensa destapó las denuncias y reveló cómo habían conseguido Karlic y otros miembros de la jerarquía mantenerlo a salvo de los juzgados. Hay otra historia, extensa y compleja, referida a la orientación teológica, filosófica y política que mantenía el seminario de Paraná cuando Adolfo Tortolo conducía la diócesis y Alberto Ezcurra Uriburu -antiguo fundador del grupo Tacuara- estaba a cargo de los planes de estudio. Una de las primeras medidas que tomó Karlic cuando sucedió a Tortolo fue deshacerse del grupo de curas ultraconservadores e integristas que bajaban línea allí. Ezcurra Uriburu, por caso, emigró a Mendoza y junto a Carlos Buela construyeron el Instituto del Verbo Encarnado, organización situada a la derecha del Opus Dei -con todo lo que eso implica-.
Ilarraz, por entonces joven y entusiasta, fue uno de los pilares sobre los que Karlic armó el nuevo seminario. Es más: se dedicó a recorrer el interior de Entre Ríos descubriendo vocaciones. Fue chofer de Karlic, amigo de extrema confianza, y -según cuenta Leguizamón en su libro- una pieza clave en el manejo de la economía de la diócesis. Ilarraz, apunta el autor, es hábil para los números. Cuando los favores y la amistad se mezclan en situaciones tan delicadas las consecuencias quedan a la vista.